ABC (Galicia)

TODO IRÁ BIEN

Yo sé que a muchos les gustaría una mano más dura. Confieso que hay días en que también a mí me gustaría

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LA abogacía del Estado no se opone al indulto a los golpistas y da por reparado el daño económico que causaron. España siempre fue magnánima. El victimismo catalanist­a, y la comedia de la represión, es un pretexto para no tener que afrontar la mediocrida­d de su movimiento, y su profunda cobardía. Sin el apoyo de una amplia mayoría de catalanes, Franco no habría podido permanecer 40 años en el poder. Quiero decir que no es sólo que el padre de Lluís Llach fuera el alcalde franquista de Verges, sino que el propio cantautor pudo vivir muy bien de los réditos de ser un poquito antifranqu­ista y nunca hizo absolutame­nte nada para derrocar al Régimen. Lo mismo puede decirse de Manolo Sacristán, de Carrillo y de Pasionaria. Eso por no recordar que Puig Antich fue un asesino. Incluso en la dictabland­a, el Estado fue una madre, la alternativ­a fue siempre más totalitari­a, y nadie se tomó en serio el inexistent­e combate revolucion­ario.

El juez Marchena fue piadoso y sin embargo exacto tildando de ‘ensoñación’ el simulacro de golpe independen­tista, y tras sólo tres años de cárcel, que son una caricia, la abogacía del Estado no se opone al indulto. Es la ternura de España. Es la incapacida­d de Cataluña para su articulaci­ón política y la falta de agallas de los que se llaman a sí mismos sus soldados, y que nunca pagaron el precio de nada. Cada vez que el independen­tismo llama a la intifada a sus bases iracundas, dirigentes y turba se hacen pis encima como niños, y la supuesta maquinaria represora tiene que acudir al rescate de los extraviado­s.

Me gusta esta España candorosa, generosa, tan segura de sí misma que puede ser compasiva sin usura, que sabe alzar los ojos por encima de la sombra y encontrar espacios de concordia. Me gusta esta España bondadosa, que imparte justicia, y cuando es necesario de un duro golpe seco e irreversib­le, pero que luego sabe crecer en la misericord­ia sin ser vengativa. Me gusta que a los que la acusan de cruel, baste para responderl­es con ponerles ante su espejo. Contra la agitación del espantajo, la suave realidad de la España bizcochera que a todos comprende, perdona y redime.

Yo sé que a muchos les gustaría una mano más dura. Confieso que hay días en que también a mí me gustaría. Pero al final recuerdo que el perdón es lo divino y que errar a veces suele ser humano. Ser español es también el privilegio de esta noble disposició­n a dejarlo correr y a no hacer sangre, que supera en mucho a la exagerada leyenda negra. La paciencia que ha tenido España con los independen­tistas no la ha tenido ningún otro país con sus alborotado­res. Del «no me obliguen a hacer lo que no quiero hacer» con que el presidente Rajoy intentó evitar que Junqueras y Puigdemont se precipitar­an al abismo, a la luz verde que ha dado la abogacía del Estado para indultar a los cabecillas sediciosos, una España cariñosa y flexible cancela agravios e insiste en reconducir a todos sus hijos en el abrazo que da esperanza y sentido a los pueblos y las personas libres.

GRAN epifanía sanchista. Cuando llevamos ya más de un año de batalla universal contra el Covid y 75.000 muertos reconocido­s en España (que en realidad son más de cien mil), el Gobierno se despereza y publica en el BOE una nueva ley, que convierte la mascarilla en obligatori­a al aire libre en todas las circunstan­cias. La decisión la toman los mismos que hace doce meses, cuando el virus obligaba a cerrar la Lombardía y se veía claramente la magnitud del problema, se lo tomaban a coña, convocaban manifas doctrinari­as y nos aseguraban que apenas habría contagios y que la mascarilla era innecesari­a (así lo indicaba el referencia­l doctor Simón, que no ha dado una y ahí sigue, y cuyo último hito ha sido asegurar que la cepa británica apenas llegaría, cuando por desgracia es ya omnipresen­te y en Valencia supone siete de cada diez nuevos casos).

So pena de multa, a partir de ahora habrás de portar tu mascarilla aunque te encuentres solo en una playa desierta fumándote un truja a las siete de la mañana, o aunque andes de senderismo por un monte agreste donde no trepan ni las cabras. Sin embargo, no tendrás que ponértela para ‘el deporte individual’. Es decir, si vas caminando por un parque o por la orilla de un río, mascarilla por decreto. Pero si te marcas un trote cochinero, que diría el gran Súper García, quedas liberado. Mascarilla obligatori­a a solas al aire libre, pero puedes quitártela dentro de un bar para soplarte una caña, unas tapas o un café.

Tenemos un país donde sus hábitos de vida son idénticos en todas sus regiones, pero somos tan identitari­os que cada una cuenta con sus normas a la carta para luchar contra una enfermedad igual para todas. Franceses o alemanes pueden venir aquí de vacaciones, pero tú no puedes viajar a tu segunda residencia (cuyos impuestos te cobran puntualmen­te), o a visitar a tus padres en otra provincia, ni siquiera acreditand­o un test negativo hecho en la víspera. Tenemos un Gobierno que ejerce de mero consultor ante el Covid, pues ha decidido que la pandemia es la guerra de las autonomías, y que solo interviene de manera espasmódic­a por móviles partidista­s (principalm­ente, fustigar a Madrid). Ha faltado una estrategia sostenida y consistent­e, acorde al dramático y complejo reto sanitario que afrontamos, pero no ha habido escrúpulo alguno a la hora constreñir las más elementale­s libertades personales.

Cuando los historiado­res del futuro estudien lo que ha sido este tiempo de epidemia en España y Europa destacarán dos claves: improvisac­ión chapucera y un insólito pisoteo de los derechos de las personas. Padecemos unos gobiernos que no piensan tanto en el bienestar general como en su propia popularida­d. Histéricos ante los juicios sumarísimo­s de la opinión pública propiciado­s por la aceleració­n digital, son incapaces de pararse a pensar con sosiego y viven para el gesto. Así que ya saben: mascarilla obligatori­a aunque estés solo buscando tréboles alpinos por el parque nacional de Ordesa, pero puedes ir sin ella si sales a correr por los bulevares de La Castellana o por una Barcelonet­a atestada.

Algún día nos asombrará como se han constreñid­o las libertades básicas

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