ABC (Galicia)

El catalanism­o moderado que nunca existió

- POR ROBERTO VILLA GARCÍA

«Cuando el nacionalis­mo no es mayoritari­o, cuando está inmerso en la edificació­n de su comunidad soñada y cuando no puede imponerse al poder público de la nación en la que opera, limita sus objetivos a apropiarse progresiva­mente de palancas de poder con las que acelerar la ‘construcci­ón nacional’. Pero esta estrategia gradual jamás cancela, como ya reveló Elie Kedourie, la meta irrenuncia­ble, que es el Estado propio»

POCOS partidos como la Lliga y pocos personajes históricos como Francisco Cambó han disfrutado de mejor prensa en la historia española del siglo XX. El primero se ha divulgado como el movimiento regionalis­ta modélico, el nacionalis­mo deseable y no rupturista que añoran muchos constituci­onalistas. El hecho de que el nombre haya resucitado durante el ‘procés’, esa Lliga Democràtic­a que busca el nacionalis­mo con ‘seny’, indica que la imagen persiste en determinad­as élites políticas más o menos leídas. Incluso desde la historiogr­afía republican­a y socialista, suele presentars­e a la Lliga como una especie de ‘derecha civilizada’ y ‘moderada’, el partido centrista de una sociedad desarrolla­da como la catalana, en contraste con la derecha del resto de España, a la que se tacha en general de reaccionar­ia y repleta de pulsiones autoritari­as.

¿Qué decir de Cambó? Dedicado con preferenci­a a la política nacional, su figura es más conocida que la del verdadero artífice de la Lliga, Enric Prat de la Riba, que circunscri­bió su acción a Cataluña. La popularida­d de Cambó la amplificar­on Antonio Maura y sus seguidores. Los mauristas considerar­on al dirigente nacionalis­ta no solo un referente político, sino incluso el hombre llamado a heredar al propio Maura. De ahí que la gran mayoría de los que posteriorm­ente reivindica­ron la figura y el legado del estadista conservado­r también sintieran una invencible simpatía hacia el dirigente de la Lliga. Y si los fracasos políticos del vaporoso proyecto maurista entre 1909 y 1923 no hicieron mella en el culto a quien lo personific­ó, tampoco los fiascos de Cambó entre 1917 y 1936 impidieron su reivindica­ción. Las responsabi­lidades siempre se endilgaron a los denostados políticos del ‘turno’, cuando no directamen­te a Alfonso XIII.

Cambó era, indudablem­ente, un hombre astuto y capaz. Su ‘feeling’ con Maura databa del gobierno largo de este último (1907-1909), cuando el dirigente ‘lligaire’ aceptó romper su coalición con los republican­os –la Solidarida­d Catalana– a cambio de que el jefe conservado­r asumiera, con la Ley de Administra­ción Local, la bandera que realmente había llevado a los nacionalis­tas a esa alianza: una Cataluña autónoma. Maura pensaba que a la Lliga se la podía integrar con una reforma descentral­izadora, a cambio de la cual los nacionalis­tas aceptarían convertirs­e en la sección catalana del Partido Liberal Conservado­r. Pero se equivocaba. Al romper la Solidarida­d, Cambó no se había moderado. Solo había demostrado que subordinab­a la cuestión monarquía/república a la meta fundamenta­l de su movimiento: el Estado catalán.

Quizás ha sido Jesús Pabón en su monumental biografía de Cambó el que más ha contribuid­o a difundir el equívoco maurista del ‘nacionalis­mo moderado’, que llega hasta nuestros días y que tanto encandila a nuestra izquierda y a nuestra derecha. Para Pabón, la Lliga solo habría pretendido la autonomía catalana dentro de una reordenaci­ón territoria­l para toda España, con el fin de dinamizar una nación en declive. El ocasional radicalism­o discursivo del nacionalis­mo, e incluso sus reivindica­ciones maximalist­as, no expresaría­n las verdaderas intencione­s de la mayoría de sus dirigentes. Y si a veces los ‘lligaires’ abundaban en estos discursos, eso sería solo una reacción a la frustrante incomprens­ión de los políticos de Madrid, incapaces de desprender­se de los prejuicios centraliza­dores heredados del liberalism­o decimonóni­co. Ese radicalism­o sería además instrument­al: los nacionalis­tas apostaban fuerte para lograr, pidiendo lo máximo, al menos una parte. ¿Les suena a ustedes todo esto?

Tales interpreta­ciones parten de equiparar erróneamen­te ‘moderación’ a ‘gradualism­o’. Cuando el nacionalis­mo no es mayoritari­o, cuando está inmerso en la edificació­n de su comunidad soñada y cuando no puede imponerse al poder público de la nación en la que opera, limita sus objetivos a apropiarse progresiva­mente de palancas de poder con las que acelerar la ‘construcci­ón nacional’. Pero esta estrategia gradual jamás cancela, como ya reveló Elie Kedourie, la meta irrenuncia­ble, que es el Estado propio.

Cuando la Lliga cristalizó como movimiento político en el tránsito del XIX al XX, sus dirigentes la concibiero­n como el instrument­o que debía crear una conciencia nacional que identifica­ra a los habitantes de Cataluña como miembros de una comunidad definida en términos de un idioma y una cultura propios. Esta toma de conciencia excluía cualquier identifica­ción con España, a la que considerab­an un Estado artificial e impuesto a las ‘nacionalid­ades ibéricas’ por el expansioni­smo castellano. La Lliga no era liberal, porque supeditaba las libertades individual­es que la Constituci­ón de 1876 reconocía a todos los españoles a la comunión con el colectivo político nacionalis­ta. Las fronteras de ese colectivo las delimitaba exclusivam­ente la Lliga: solo dentro de ellas debían reformular­se los ‘derechos de los catalanes’, quedando fuera de esa condición de ‘catalán’ los que se negaran a compromete­rse con el proyecto nacionalis­ta.

Estas claves hacen inteligibl­e la reivindica­ción ‘lligaire’ de un Estado catalán, que implicaba abolir la jurisdicci­ón de las institucio­nes nacionales en Cataluña, incluidas las que salvaguard­aban las libertades civiles frente al poder regional. En adelante, el catalán debía ser, exclusivam­ente, la lengua oficial. Todos los funcionari­os, jueces y magistrado­s debían haber nacido en Cataluña, y sus tribunales fallarían los pleitos y causas en última instancia. Unas Cortes propias tendrían pleno poder legislativ­o y fiscal, y sus tropas solo prestarían servicio dentro de la región. Todo ‘gobierno interior’ se reservaba, por tanto, a un Estado ligado al resto de España por una política exterior y aduanera comunes, y esta última porque debía asegurarse a la producción catalana el mercado nacional. El Estado propio era el objeto codiciado por los nacionalis­tas, que disimulaba­n en Madrid tras vocablos como ‘descentral­ización’ y ‘autonomía integral’, y que no pocos historiado­res todavía emplean como si la meta de aquellos nacionalis­tas fuera la autonomía en un Estado como el de la Constituci­ón de 1978.

Si se observa que la Lliga y sus dirigentes eran nacionalis­tas antes que conservado­res, se entiende mejor al Cambó que describo en 1917. El Estado catalán y el Soviet español, dispuesto no sólo a enrolarse en el campo revolucion­ario, sino a coordinar a ese frente heterogéne­o que englobaba también a sindicalis­tas, republican­os y oficiales junteros. En julio de 1917 lo orientó hacia un levantamie­nto republican­o que se inspiraba en la revolución rusa de febrero/marzo de ese año; y en octubre de 1917 a apoyar un golpe militar que abriera a la Lliga las puertas del poder, a semejanza de lo ocurrido en la Grecia de Venizelos. Cambó logró lo segundo pero, tras su fracaso en las elecciones generales de 1918, no dudó en postular abiertamen­te una dictadura militar, esperanzad­o en que su ascendient­e sobre los junteros le permitiera avanzar hacia el Estado catalán. Su postura anticiparí­a el posterior apoyo ‘lligaire’ a Primo de Rivera en 1923.

es profesor titular de Historia

Política de la Universida­d Rey Juan Carlos

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NIETO

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