El juez que se dejó querer por el PP
Pocos habrían imaginado que 17 años después de aterrizar en la Audiencia Nacional ese joven tímido, educado y sin aparentes aires de grandeza que venía a hacerse cargo del juzgado de Baltasar Garzón iba a convertirse en ministro del Interior de un gobierno socialista. Grande-Marlaska era entonces un gran desconocido. Llevaba apenas un año en un juzgado de instrucción de Madrid después de haber ejercido la mayor parte de su carrera en la comunidad autonónoma que le vio nacer, el País Vasco.
Sensibilizado hasta la médula con las víctimas del terrorismo –en las páginas de este diario recordaba el drama que suponía que en los años de plomo de ETA tuvieran que enterrar a sus muertos de noche «para no provocar»–, fue recibido con los brazos abiertos por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, especialmente por la Guardia Civil, con la que trabajó codo con codo en la lucha contra el terrorismo. Su perfil discreto, independiente y en aquellos primeros momentos alejado de un foco mediático que siempre apuntaba al juez Garzón, le hizo merecedor de elogios, algo a lo que sin duda contribuyó su valentía en la lucha contra ETA –de la que él mismo fue objetivo– y su entorno. Grande-Marlaska desempolvó el chivatazo a ETA cuando Garzón estaba ausente, y se desplazó al bar Faisán de Irún para controlar personalmente los registros. Curiosamente, Grande-Marlaska tenía entonces muy claro que las negociaciones que entabló ETA con el Gobierno para que dejara de matar no podían dejar impunes hechos delictivos, y que la Justicia tenía que actuar al margen de las decisiones políticas. Quizá por ello, en plena investigación del Faisán, pidió a los agentes que actuaban como policía judicial que se abstuvieran de informar a sus superiores, lo mismo a lo que el año pasado emplazó la juez de Madrid a los agentes que investigaron el 8-M, una reserva que en este caso, siendo ya ministro, Grande-Marlaska no entendió.
En esos tiempos el juez bilbaíno no compartía la teoría del entonces fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, aquella de que las togas tienen que mancharse con el polvo del camino. Lo demostró cuando aquel 26 de mayo de 2005 ordenó el ingreso en prisión del portavoz de la ilegalizada Batasuna Arnaldo Otegi por su presunta integración en la banda terrorista ETA en «grado de dirigente».
El hoy socio del Ejecutivo al que Grande-Marlaska pertenece había sido citado para explicar su presunta participación en la financiación de ETA a través de las herriko tabernas. Lo que no se imaginaba es que iba a salir del juzgado esposado y camino a la cárcel de Soto del Real. «¿Esto lo sabe Conde-Pumpido?», preguntó sorprendido Otegi en los pasillos de la antigua Audiencia Nacional. Abajo, en la calle Génova, una multitud se congregaba con banderas de España para mostrar su apoyo al juez: «¡Marlaska, no te achantes!», le gritaban. Y vaya si no se achantó.
A partir de ese momento comenzó a aumentar su popularidad en la lucha contra ETA y su entorno, y de paso se dejó querer por el Partido Popular, que, tras su paso por el Juzgado de Instrucción número 3 –donde archivó las responsabilidades políticas del Yak42–, colaboró en su ascenso a la presidencia de la Sala Penal de la Audiencia Nacional. Fue en 2012. Solo un año después saltaba al CGPJ, como independiente, eso sí, pero propuesto por el PP, el mismo partido ante el que se postuló sin éxito como fiscal general del Estado tras el fallecimiento de José Manuel Maza. Poco después el PSOE llamaba a su puerta.