Atreverse a proclamar verdades tan modestas y evidentes arroja sobre uno un estigma indeleble
Arebufo de la plaga coronavírica, ha aflorado un nuevo tipo de científico ‘empoderado’, facundo, fatuo, que el poder utiliza para apacentar y someter a las masas temblonas, como antaño el jefe de la tribu utilizaba al hechicero o más tarde el rey ilegítimo al fraile cismático. Lo que caracteriza al verdadero científico es que está enamorado de su ciencia, absorto en ella y, por lo tanto, desentendido y desdeñoso de las vanidades mundanas. Lo que caracteriza a esta nueva caterva es un falso ardor divulgativo que no es sino ansia de notoriedad y dominio. Esta caterva ha descubierto que sus palabras son escuchadas reverencialmente por una masa temerosa de la muerte que obedece borreguilmente sus indicaciones; y ha descubierto, sobre todo, que esta influencia supersticiosa –como de oráculo de Delfos– puede brindarles un poder formidable.
El otro día en un programa de radio en el que participaba entrevistaban a uno de este género, que aseguró que la vacuna Astrágala era tan excelente y eficaz como todas las demás, que la gente no debe albergar ningún miedo contra ella y, en fin, que todo lo demás es ‘cuñadismo’ (porque esta caterva engreída se cree en posesión de un saber que desafía al sentido común). Concluida la entrevista con el oráculo de Delfos, me atreví a recordar –de la forma más moderada y respetuosa posible, pues en estos programas yo siempre adopto la disciplina del arcano– que, si la gente alberga miedo o reticencia contra la vacuna Astrágala no es por desconfianza de ‘cuñados’, sino porque ha visto cómo los Estados que la administran han echado vacilantes el freno y la marcha atrás en varias ocasiones. Y me atreví también a decir, en el colmo de la osadía, que no consideraba ‘cuñadismo’ afirmar que existen unas vacunas más eficaces que otras: la revista ‘The Lancet’, por ejemplo, ha atribuido a la vacuna Sputnik una eficacia del 92 por ciento, frente a la eficacia del 75 que los propios fabricantes de la Astrágala reconocen a la suya (y uno siempre mira con buenos ojos a sus hijos). Y, en fin, añadí que tampoco era ‘cuñadismo’ recordar que, si ahora se descubrían efectos secundarios inesperados en la Astrágala, tal vez era porque en su ‘carrera’ por obtener la vacuna, los laboratorios abreviaron indebidamente las etapas de experimentación clínica establecidas en los protocolos científicos. Que es, por cierto, lo que los oráculos de Delfos nos repetían sin descanso, cuando los rusos se adelantaron con la vacuna Sputnik, asegurándonos que no habría vacunas fiables hasta finales de 2021. Y lo que a las pocas semanas dejaron de decir, cuando ‘aparecieron en el mercado’ la Astrágala y demás vacunas con cotización bursátil.
Pero atreverse a proclamar verdades tan modestas y evidentes arroja sobre uno un estigma indeleble. Por supuesto, el oráculo de Delfos llamó hecho un basilisco al programa, donde me montaron un aquelarre y quedé retratado como un peligroso réprobo que osa sembrar el miedo entre las masas pastoreadas por el cuñadismo cientifista.
ENTRE los socios de un Club de Fumadores de Puros emerge un joven miembro con un portentoso conocimiento de la materia. Lo sabe todo del liado y secado, de la adecuada humedad, del arte de los torcedores... Además posee un paladar único, que le permite distinguir con una sola calada un Montecristo Nº 4 de un Partagas DH, o de un Cohíba Siglo V. La incorporación de este experto superdotado es una maravilla para el Club de Fumadores de Puros. Pero empiezan a ocurrir cosas raras. El nuevo socio pide que se pulverice con ambientador de lavanda el salón de fumadores, pues el penetrante olor a puro le desagrada. Poco después sorprende fumándose los habanos con una nueva boquilla que ha diseñado, porque considera que es hora de suavizar el sabor, a su juicio anticuado y cargante. Por último, comienza a presentarse a las reuniones con camisetas con fotografías de los tumores que provoca fumar. Lógicamente, el presidente del club acaba echándolo. Indignado, el expulsado replica que la sociedad está secuestrada por unos carcas y se pasa el resto de su vida manifestando que él sigue formando parte del club, aunque pone a parir sus principios fundacionales.
Si me admiten la parábola, tal viene a ser la historia del muy dotado teólogo suizo Hans Küng, que se acaba de morir a los 93 años, bajo un aplauso fervorosísimo de los medios más laicistas y anticatólicos. El sacerdote, filósofo y teólogo Küng fue una de las cimas de la teología del siglo XX (aunque hay más, ahí están Barth o Ratzinger). Un formidable erudito, un pensador original y valiente, dotado de un estilo esplendoroso. Tan es así que su cerebro deslumbró a Juan XXIII y Pablo VI. Pero Küng acabó poniendo en cuestión un pilar sin el que la Iglesia Católica ya no es tal: no creía que realmente Jesucristo fuese Dios, sino un destacadísimo profeta. También negó la infalibilidad papal y acabó defendiendo la eutanasia y, en cierto modo, el aborto.
Por supuesto Küng tenía todo el derecho a pensar como le diese la gana y habrá muchos que concuerden con él. Pero sus conclusiones lo sitúan ‘de facto’ fuera de lo que es la Iglesia Católica. Lo que postulaba era ya otra cosa: un catolicismo tuneado a su antojo, que desvirtuaba la fe. El credo católico es formidable, pero de enorme exigencia personal. Predica el perdón a nuestros enemigos, el amor total al prójimo, la caridad constante y discreta, la vida sexual ordenada, la humildad, el respeto absoluto por la vida, empezando por la de los más débiles. La Iglesia también sostiene desde su fundación que Jesús es Dios y que resucitó de entre los muertos. Si todo eso se te atraganta, lo que debes hacer es buscar tu sendero moral en otros pagos. Pero a veces mentes muy brillantes, como Küng, aspiran a voltear la milenaria fe de Roma desde su narcisismo intelectual. De ahí el aplauso entusiasta con que los celebra el orfeón progresista anticatólico.
(Y si quieren una reflexión infinitamente mejor que esta, pueden repasar la soberbia Tercera que escribió este domingo aquí el gran teólogo católico Olegario González de Cardenal).
Como tantos, Küng quería ser socio del club renegando de sus normas básicas