POSTALES
Los choques verbales en el Congreso y a tiros en la calle no hicieron más que aumentar, hasta desembocar en guerra civil abierta
HOY se cumple el noventa aniversario de la proclamación de la Segunda República Española, tiempo más que de sobra para dedicarla un recuerdo. España era entonces un país problemático, no voy a decir la nación enferma de Europa, pues eran varias, pero casi: había perdido los últimos restos de su imperio, agrícola en su mayor parte, pero con el arado romano y la hoz como principales utensilios, industria sólo en Cataluña y País Vasco, una estrecha clase media formada sobre todo por funcionarios, y la escasa burguesía buscando la nobleza a través del capital, los altos cargos de la Administración o el matrimonio. El resto, tanto en el campo como en las ciudades, eran jornaleros, menestrales o dueños de pequeños negocios. Si a ello le añaden los nacionalismos internos, el catalán y el vasco, especialmente, tendrán un panorama con más posibilidades de descomposición o ruina, que los golpes militares que jalonaron el siglo XIX sólo consiguieron aplazar, pero no resolver.
Solo los regeneracionistas mantenían la esperanza de supervivencia con la consigna del que fuera el mejor de todos ellos, Joaquín Costa: «Escuela y despensa». Dar a todos los españoles la formación necesaria para desplegar su capacidad en el mundo técnico que estaba emergiendo, para que, ayudándose ellos, ayudaran a levantar el país. Ortega lo resumió en «España es el problema, Europa, la solución». Para ello, era necesario hacer no una revolución, sino media docena de ellas. La Segunda República no se arredró y se puso manos a la obra con una reforma agraria que se quedó corta en reparto de tierras y dinero para ejecutarla, lo que trajo el alzamiento de campesinos (Castilblanco, Arnedo). Algo parecido pasó con la reforma militar, que insatisfizo a estos, mientras que la educativa tuvo éxito en la Primera enseñanza, escolarizando a 270.000 niños. Pero en la Segunda y la Superior apenas sube.
El resultado es que la República, que Ortega celebró con un «saludo a su sencillez», a los pocos meses tendría que cambiarlo por un «no es esto». Todos se sienten defraudados y las posiciones se polarizan, formándose dos bloques que se miran como enemigos, incapaces de vivir juntos. Como ocurrió en 1934, los mineros asturianos y la Generalitat catalana se levantan por la entrada en el Gobierno del partido que había ganado las elecciones, la CEDA. Se reprime a cañonazos, pero la República queda herida de muerte. De ahí en adelante, los choques verbales en el Congreso y a tiros en la calle no hacen más que aumentar, hasta desembocar en guerra civil abierta.
En mi Tercera de mañana intentaré explicarles si los españoles hemos aprendido algo desde entonces.