CAMBIO DE GUARDIA
En la Colonia Colectiva nº 2 de Pokrov no hay margen de incertidumbre o duda: Alekséi Navalni morirá
VIVIMOS en la duda de si el virus nos matará mañana. La incompetencia vacunatoria del Gobierno español da a esa posibilidad un margen desasosegante de probabilidades. Tenemos ese lujo: puede que muramos, puede que no. Mientras tanto, vivimos con la sólida sospecha de que todos nuestros mandatarios han sido –fuera cual fuere su edad– ya vacunados. Y esa dualidad social nos genera una angustia que palpamos en aquellos que nos son queridos.
Es un lujo, esta incertidumbre nuestra: moriremos o no. En la Colonia Colectiva nº 2 de Pokrov, a cien kilómetros de Moscú, no hay margen de incertidumbre o duda: Alekséi Navalni morirá. A no ser que una extraordinaria movilización general fuera de Rusia consiga arrebatarlo a sus verdugos. Pero, fuera de Rusia, andamos todos demasiado desazonados por nuestro ombligo, andamos todos demasiado presos de esta sinrazón asesina de nuestros propios gobiernos como para pararnos un instante a pensar en ese hombre solo, que, en la clausura de una colonia penal de trato inhumano, persevera en la huelga de hambre que acabará sirviéndole a Vladímir Putin la cabeza de su tan indefenso enemigo en bandeja de gloria propia.
Pero nada decimos. Nuestra calefacción y nuestros cómodos transportes europeos dependen del gas y el crudo que Putin tenga a bien servirnos. Y la infinita estupidez de Europa ha logrado que, al fin, la que fue un día vanguardia de la investigación médica en el mundo haya acabado por ser incapaz de producir ni siquiera las vacunas imprescindibles para que su población no se muera en tasas superiores a las del más agrio tercer mundo. Y, en buena lógica de burgueses bien alimentados, los europeos comprarán a Rusia sus vacunas al precio de todos los kilos de carne envenenada de Navalni que a Putin se le arroje poner sobre la balanza.
¿Por qué demonios se empecinó Navalni en retornar a Rusia? Había ya sido envenenado por los servicios rusos. Sobrevivió milagrosamente, merced a la eficacia del hospital alemán que lo sacó a flote, aun quedando afectado de por vida. Y retornó a una patria de la que sólo podía esperar el asesinato. En mi mirada de escéptico racionalista europeo, es una locura. Pero en mi biblioteca hay un puñado más de ejemplos de esa locura rusa que da por sinónimos patriotismo e inmolación. ¡Tantos de los que sabían, en la URSS de los años veinte y treinta, que su destino era ser ejecutados apenas pisaran la tierra rusa retornaron allí con la épica postrera de la desesperación en el alma: la de morir por nada!
Y yo, leyendo hoy en la prensa internacional el riesgo inminente de Navalni, recuerdo la anécdota de 1936. Malraux ha logrado sacar a Bujarin de un Moscú en el cual su vida pesa ya menos que una pluma. Un día, paseando por el Barrio Latino, Bujarin deja caer: «Mañana volveré a Moscú. Y Él me matará». Así fue. Así es el alma rusa.