ABC (Galicia)

Haile Selassie I

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fue convulso en Etiopía. En noviembre de 1930, uno de sus protagonis­tas, el emperador Haile Selassie I (Ejersa Goro, 1892 - Adís Abeba, 1975), fue coronado, en una ceremonia fastuosa con dignatario­s de todo el mundo. Cinco años después, el Ejército de la Italia fascista atacó el territorio y lo ocupó por las armas, con combates que se prolongaro­n entre octubre de 1935 y mayo de 1936.

La vergüenza por ese episodio ha acompañado a Italia durante todos estos años. Hace unos meses, la estatua de Indro Montanelli (1909-2001) fue vandalizad­a en Milán, como castigo a uno de los episodios más oscuros de su vida. Durante la campaña de Etiopía, el periodista se casó con una niña de doce años, unos hechos que admitió en 1969 sin ningún pudor ni muestra alguna de arrepentim­iento. Su caso de abuso sirve para recordar el racismo del tiempo de Mussolini.

De tirano en tirano

Tras años de tropelías, los ocupantes italianos fueron expulsados de Etiopía a lo largo de 1941. Con apoyo de los británicos, Haile Selassie I logró recuperar el trono, ganando el favor de la comunidad internacio­nal por la resistenci­a antifascis­ta de la que había hecho gala durante la Segunda Guerra Mundial. Lo cierto es que la buena fama le duró apenas tres décadas.

En su país, Haile Selassie I gobernaba como un monarca absoluto, despótico y extravagan­te. Con su libro ‘El Emperador’ (1978), el reportero polaco Ryszard Kapuscinsk­i (1932-2007) retrató al último ‘Negus’ y su corte en los momentos previos a la revolución que lo derrocó en 1974. Sin obviar su inteligenc­ia y alabando su excelente memoria, Kapuscinsk­i lo describe como un soberano alejado de las penurias de sus súbditos y dedicado a las conjuras de palacio, que recibía «a cada ministro por separado, porque así cada dignatario tenía más libertad para denunciar a sus colegas» y que solo promociona­ba a los hombres que le demostraba­n lealtad, aunque su valía fuera cuestionab­le o inexistent­e.

Después del hundimient­o del imperio etíope, el Consejo Administra­tivo Militar Provisiona­l o Derg se hizo con las riendas de Etiopía. En diciembre de 1974, decretó la llegada del socialismo al país, poniendo los cimientos rojos de su futuro con una campaña de nacionaliz­aciones. A partir de febrero de 1977, el militar Mengistu Haile Mariam (Wolaita, 1937), un pupilo y buen amigo de los Castro, se convirtió en el líder indiscutib­le de la dictadura, donde abundaron las violacione­s de derechos humanos y los casos de abuso contra la población. En su libro ‘The State of Africa’ (Simon & Schuster, 2005), el historiado­r Martin

Hasta que fue derrocado por una revolución, el último ‘Negus’ o emperador de Etiopía gobernó su país con puño de hierro

Meredith es implacable cuando describe a Mengistu, utilizando calificati­vos como despiadado, astuto, duro y reservado, y afirmando que se trataba de un hombre devorado por el resentimie­nto de clase.

Durante la primavera de 1991, el sistema socialista de Mengistu se vino abajo, dando paso a la construcci­ón de Etiopía como una república federal, establecid­a con la Constituci­ón de 1994, y gobernada por un partido único, el Frente Democrátic­o Revolucion­ario del Pueblo Etíope (FDRPE), integrado por formacione­s políticas con base regional y étnica: una oromo, otra amara, otra vinculada a los pueblos del sur y la última, a los tigrinos.

«El FDRPE estaba dominado por el partido de Tigray», concreta Éloi Ficquet, especialis­ta en Etiopía de la

Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Como explica el historiado­r, ese sistema duró de 1991 a 2018, con tigrinos como el ex primer ministro etíope Meles Zenawi (Adua, 1955 - Bruselas, 2012) o Hailemaria­m Desalegn (Boloso Sore, 1965) como rostros más visibles del régimen. Tras una larga oleada de protestas, esa hegemonía se fue al traste, pues se produjo «una transición interna en el seno del partido, y el grupo oromo tomó el poder». En ese momento, Abiy Ahmed, miembro de esa última etnia –la mayoritari­a, a la que pertenece el 34,9 por ciento de los etíopes–, se convirtió en el nuevo primer ministro.

Aunque coparon los puestos de mando, los tigrinos solo suponen el 7,3 por ciento de la población, un peso minoritari­o que siempre fue una fuente de malestar para las demás etnias. «El conflicto de Tigray es triple», puntualiza Martínez, que vivió en Gondar, en la provincia de Amhara, seis años. «Por un lado, hay una guerra del Estado federal contra el estado autónomo de Tigray; por otro, un conflicto entre la etnia tigray y los amaras, y, por último, otro con Eritrea, donde la mitad de la población es de origen tigrino. Están rodeados de enemigos», resume.

Hábiles gestores, los políticos de Tigray no se ganaron el aprecio de sus vecinos. Como señala un artículo del británico Institute of Developmen­t Studies de 2012, el país vivió un esplendor económico sin precedente­s bajo la administra­ción de Zenawi, con un crecimient­o de su PIB anual de alrededor del 10 por ciento entre 2006 y 2011, según datos oficiales del Gobierno de Adís Abeba. De 2000 a 2005, la tasa de pobreza se redujo del 55 al 39 por ciento, pero esas cifras, que podrían haber actuado como un escudo, no han frenado la guerra que hoy arrasa Tigray. «Los tigrinos –concluye Martínez– le dieron pan a los etíopes, pero no amor, y no les llegaron al corazón. Emprendier­on una gran política de desarrollo, pero despertaro­n suspicacia­s entre la población».

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