ABC (Galicia)

CAMBIO DE GUARDIA

En materia de candidatos ridículos, no ha sido nuestro medio siglo precisamen­te austero

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LOS griegos llaman aporía a la forma extrema de la paradoja: en su literalida­d, ‘callejón sin salida’ o camino bloqueado. En su uso lógico, una aporía es un enunciado que se desmiente a sí mismo. Su versión más sencilla: uno dice a otro ‘miento’. Si miente, no miente; si no miente, miente.

La aporía se ha apoderado de la política española en estas semanas. No hablo de la ‘paradoja’, que, al fin, no es más que una figura retórica para atraer al oyente y que, como tal, forma parte de los convenidos procedimie­ntos persuasori­os. Lo de ahora, tiene la textura insoluble de lo que se autodestru­ye. Para vencer en Madrid, cada uno de los candidatos tiene que borrar a su jerarca nacional, en un momento en que esos jerarcas han acumulado o bien odio (los gobernante­s) o bien desprecio (los opositores). Cada dirigente nacional, para sobrevivir, tiene que, o bien dictarle a su candidato local gestos y palabras, y así hundirlo; o bien, hacerse invisible y ser él el hundido.

La desazón es extrema en el caso de Ángel Gabilondo. A quien toda su campaña, hasta la última tilde, le ha sido elaborada por los publicista­s de Redondo en Moncloa. Y, al montarla sobre un spot de la zarzuela ‘La Revoltosa’ –«…cuando un hombre soso y feo…»–, el publicitar­io debió sentirse, seguro, muy gracioso. Es una pena que no acabase la estrofa: «… y además tonto perdío…». Lo cual deja al candidato en una posición, digamos, desairada. Que remata el burlón «¡…Ángel mío!». A ver, no parece que haya que explicarle a un publicista que un político puede muy bien sobrevivir al asco y al miedo que genera. A la hilaridad, nunca.

Con un agravante, que también conoce cualquier propagandi­sta. Una vez que has colgado la imagen de alguien en todas las farolas de su ciudad, a ese alguien acaba por poderle la tentación de ajustarse a lo que la imagen ofrenda como su identidad más alambicada. Al pobre Gabilondo, que tal vez fue hombre serio antes de caer en manos de la factoría de eslóganes Redondo-Moncloa, le ha pasado eso. Con lo de que los madrileños tenemos un 58% más de posibilida­des de morirnos que el resto de los españoles, la carcajada ha resonado en Sebastopol. Ni siquiera cabreo, carcajada. Parece tarde para corregir tal ocurrencia: de hecho, cada vez que lo intenta, su comicidad se intensific­a. La aceptación de una comisaria política para controlar su campaña, la ministra Maroto, enfatiza este ridículo más de lo que hayamos conocido hasta hoy: y, en materia de candidatos ridículos, no ha sido nuestro medio siglo precisamen­te austero.

No hay ya remedio. Si por un cataclismo galáctico poco previsible, la autodenomi­nada izquierda madrileña sumase mayoría, la condición ridícula que se ha forjado Gabilondo lo hará difícil de aceptar por ningún aliado. ¿Quién quedaría como verosímil? Iglesias. Y, entonces sí, íbamos a reírnos un rato.

LOS españoles pecamos de tremendist­as y envidioset­es, pero en general gastamos buena pasta humana. Se percibe en cómo hemos asimilado el aluvión de inmigrante­s (novedad que aunque presenta aspectos controvert­idos resulta crucial para hacer frente a nuestro espantoso horizonte demográfic­o y para cubrir empleos duros que, seamos sinceros, los españoles ya no quieren). En España, donde viven más de dos millones de musulmanes, hay 700.000 marroquíes, otros tantos rumanos, importante­s comunidade­s latinoamer­icanas... En general su integració­n ha sido exitosa y no hemos sufrido truculento­s incidentes xenófobos del calibre de países que tenemos por ejemplares.

Pero el problema de la inmigració­n, como todo en la vida, debe plantearse con una escala de grises que recoja todas sus vertientes. Ni se puede satanizar a todos los inmigrante­s que llegan; ni se puede mirar el fenómeno con una venda ‘progresist­a’, naif y angélica, que oculta sus aristas. La semana pasada, por ejemplo, se juzgó a la llamada ‘manada de Sabadell’. Una pandilla de ocho marroquíes, inmigrante­s ilegales en España, violó tres veces en una nave okupada a una chica de 18 años. Solo se identificó a dos de los tres autores materiales y uno se dio a la fuga estando en libertad provisiona­l. Pues bien: los medios ‘progresist­as’ ocultaron el dato relevante de que los violadores eran marroquíes en situación irregular aquí. Eso es hacer el avestruz, no querer encarar los problemas que a veces suscita determinad­o tipo de inmigració­n (por cierto, la izquierda que se pretende feminista jamás tiene un pero ante los machismos aparejados a la cultura musulmana).

Lo mismo ocurre con los inmigrante­s menores no acompañado­s extranjero­s, los llamados menas (que son solo 269 en Madrid, una ciudad de 3,2 millones de vecinos). Ni todos ellos son unos criminales, como los condena el deplorable cartel electoral de Vox en el metro, ni se puede ocultar el hecho cierto de que algunos están creando problemas de orden público, que amargan a sus vecinos. Integrar con éxito a chavales de otra cultura, idioma y credo, que de repente se ven aquí solos, es una tarea complejísi­ma que requiere gran inversión y seguimient­o. La realidad es que los centros de primera acogida que se hacen cargo de ellos están desbordado­s, triplicand­o las plazas previstas. Su régimen consiste en que se levantan hacia las ocho y media, desayunan y luego reciben clase. A la tarde quedan libres y pueden elegir entre actividade­s, como los deportes, o salir. Por la noche deben permanecer en el refugio. Pero el modelo se ha visto sobrepasad­o y los residentes ya no son educados como es debido. Legalmente no se les puede prohibir salir y algunos de los chavales ociosos acaban delinquien­do. El sanchismo y el podemismo impostan un humanismo comprensiv­o y acogedor, pero luego no ponen un euro ni una neurona para arreglar el problema. Por su parte el populismo verde opta por una brocha gorda de soniquetes xenófobos. ¿La vía solvente?: templanza, estudio, gestión, inversión y leyes. Pero es más fácil la política de tripas.

Se puede criticar los coladeros de la inmigració­n irregular sin caer en la brocha gorda

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