ABC (Galicia)

ABC viaja a Pedreña en el décimo aniversari­o de la muerte del genio y su familia revela su lado más íntimo

- MIGUEL ÁNGEL BARBERO PEDREÑA

Hace hoy diez años, el silencio en las calles de Pedreña se podía cortar. Había fallecido Severiano Ballestero­s, el vecino más ilustre de su historia y el funeral que atravesó el pueblo sobrecogió a los vecinos y amigos presentes y a los miles de espectador­es que lo vieron en directo por televisión. Hoy en día, la villa marinera ha recuperado su actividad de siempre, más animada en verano que en invierno a causa de sus muchos visitantes, aunque con el freno echado a causa de la pandemia. Mas lo que no ha cambiado es la devoción que se le sigue profesando a Seve, el hombre que situó a Pedreña en el mapa del golf mundial.

Incluso ahora, pese a la década pasada desde su partida, el recuerdo del genio sigue muy presente en la localidad, aunque solo sea porque la avenida principal que lo cruza lleva su nombre. También en el Real Golf de Pedreña su imagen sigue presente en su salón de fotografía­s y con los nueve hoyos que trazó bordeando el mítico diseño de Harry Colt; pero donde más se respira su personalid­ad es en su casa, que se construyó a su gusto en un alto privilegia­do desde el que podía divisar sus dos pasiones: el golf y el mar.

La familia Ballestero­s accedió a compartir con ABC el lado más personal de Severiano en su propio domicilio. Se erige en la suma de varias fincas cercanas a su hogar de niño y se sigue notando su presencia en multitud de detalles. «A mi padre le encantaba la naturaleza y cuidaba el jardín él mismo», comenta su hija Carmen, que se llena de orgullo cuando habla del genio: «El campo de nueve hoyos que bordea la casa se lo construyó él solo; no quiso que nadie le ayudara». Esto da idea de la afición que tenía Seve por la jardinería, que le llevó a recolectar un millar de árboles de todas las especies posibles. «De todos los sitios a los que viajaba se traía un ejemplar», recuerda Rosario Sordo, su secretaria de toda la vida que sigue vinculada a su memoria a través de la Fundación Seve Ballestero­s. Y, entre árboles y hoyos de golf, tampoco faltan recuerdos marineros como un enorme ancla que le vincula para siempre al Cantábrico. «Con mi padre teníamos una relación muy normal y muy familiar; nos encantaba ir de viaje, jugar al golf y también salir a navegar», prosigue Carmen, algo muy lógico teniendo en cuenta que su abuelo paterno formaba parte de la trainera pedreñera, una de las históricas de la especialid­ad. Aparte del olor a verde y salitre, en la finca familiar sigue viva la herencia del golfista en los ladridos de su perro Phil, un golden retriever al que llamó así en homenaje a Mickelson. Esa costumbre la utilizó también con otro can, Ernie, que evocaba al sudafrican­o Els. Y, sobre todo, en esos nueve hoyos que tan bien responden a su filosofía de juego. «Son super

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