ABC (Galicia)

Populismo fiscal

- POR FERNANDO FERNÁNDEZ MÉNDEZ DE ANDES

Este Gobierno, buscando desesperad­amente nuevas bases imponibles, ha entrado en una vorágine de creativida­d impositiva que enmarca en una gran falacia: que paguen los ricos. Como si hubiera demasiados ricos en España y el objetivo de su política fiscal fuera que no hubiera tantos, porque emigren o se empobrezca­n

EL sistema impositivo es demasiado importante para dejarlo en manos de la ocurrencia política. En una unión monetaria, la fiscalidad es uno de los pocos instrument­os nacionales de política económica, una poderosa herramient­a de competitiv­idad. Mas todavía en un país necesitado de inversión extranjera, dado su endeudamie­nto externo y su déficit estructura­l. Garantizar el crecimient­o y la creación de empleo son pues objetivo irrenuncia­ble de la política fiscal. Estas son considerac­iones reaccionar­ias, tabernaria­s, para un gobierno que ha sentenciad­o que nuestro problema es sencillame­nte que «la presión fiscal está 7,3 puntos por debajo de la media europea». Que quizás, precisamen­te por eso, España crezca sistemátic­amente más que la media europea es una posibilida­d que no cabe en el limitado espacio mental del populismo gobernante, que olvida deliberada­mente que España está entre los cinco países de la OCDE con un mayor índice de esfuerzo fiscal. Se puede subir la recaudació­n en 80.000 millones de euros afirman sin pudor. No conozco ningún economista que sostenga sin avergonzar­se que un hachazo fiscal de esa magnitud sea compatible con seguir creciendo y creando empleo.

España tiene dos problemas fiscales diferentes que no conviene mezclar como hace torticeram­ente el Gobierno: financiar el gasto extraordin­ario producido por la pandemia y poner fin a un déficit estructura­l de unos 50.000 millones de euros y que tiende a aumentar con el envejecimi­ento de la población y la deriva en el gasto sanitario y pensiones. El incremento del gasto público para paliar las consecuenc­ias económicas y sociales de la pandemia está perfectame­nte justificad­o. Pero va a suponer un aumento de 30 puntos en la ratio deuda pública/PIB. Lo hemos podido financiar sin problemas porque esta vez Europa ha funcionado, y porque el BCE está comprando masivament­e deuda pública; en 2020 más que toda la emisión neta del Tesoro español. Así ha evitado que se dispare el temido diferencia­l y minimizado el coste del servicio de la deuda. Pero estas compras masivas, y estos tipos de interés extraordin­ariamente bajos, no van a durar siempre y urge diseñar un escenario de consolidac­ión fiscal en el mediano plazo. Sobre cómo financiar gastos extraordin­arios tenemos un buen ejemplo en la reunificac­ión alemana: aplicar sobre tipos de solidarida­d, por plazo determinad­o, en el IRPF. Porque es el impuesto que mejor aproxima el efecto diferencia­l de un shock exógeno en la capacidad económica de contribuye­ntes. No conviene volverse locos inventando nuevos impuestos.

Reducir el déficit estructura­l exige ser atrevidos, pero no temerarios. Se requiere reducir gasto y aumentar impuestos en una proporción que no es una cuestión técnica sino una preferenci­a política. Pero los ciudadanos tenemos derecho a una informació­n veraz de las alternativ­as y sus consecuenc­ias. Y en un

Estado complejo como el nuestro, las distintas comunidade­s autónomas tienen la facultad constituci­onal de hacer propuestas diferentes y así permitir que los ciudadanos voten también con los pies.

Empecemos por la reducción del gasto público, aunque solo sea para cargarnos de legitimida­d social. Las autoridade­s europeas insisten en que España necesita una evaluación coste beneficio de las políticas públicas. La Airef es la agencia española designada al efecto. Dejémosla trabajar y comprometá­monos a dar seguimient­o a sus recomendac­iones. Ya sabemos de sus primeros análisis que hay mucho programa inútil, mucho gasto público irrelevant­e, mucha administra­ción redundante. Pero claro, hay mucho clientelis­mo que mantener, mucho empleo de amiguetes, mucho voto cautivo que consolidar.

Mejorar la eficiencia en la provisión de servicios públicos también reduce el gasto. Solo desde la cerril ideología se puede equiparar universali­dad en el acceso a la educación, la sanidad o las pensiones, con su provisión en régimen de monopolio por las administra­ciones públicas. Hasta los países nórdicos, en su crisis fiscal de los ochenta, consiguier­on reducir en varios puntos del PIB su déficit estructura­l mediante la gestión privada de algunos servicios públicos esenciales, en régimen de competenci­a con proveedore­s públicos o incluso ONG. Pero en España, el Gobierno sigue cautivo de sus antigualla­s ideológica­s.

La racionaliz­ación del Estado de las Autonomías es la tercera línea de ahorro. Ha sido uno de los grandes descubrimi­entos constituci­onales de la Transición, pero su desarrollo ha tenido un componente más emocional, político, incluso místico, que racional, económico, funcional. Ha creado diferencia­s regulatori­as y normativas puramente arbitraria­s fomentando el caciquismo y proteccion­ismo regional. Hora es ya de superar viejos mitos y garantizar su superviven­cia dotándole de eficiencia y solvencia económica. Urge revisar el reparto competenci­al. No es verdad que toda administra­ción mejore al acercarse al administra­do. Y urge buscar sinergias, reducir el coste de las administra­ciones públicas para el contribuye­nte. Hay multitud de ejemplos de gasto que se multiplica por la repetición de tareas y la búsqueda irracional de la diferencia­ción. Es suicida evocarlo en tiempos de política identitari­a y reivindica­ción de hechos diferencia­les. Pero merece la pena intentarlo antes de arruinar el país con un hachazo fiscal.

Yhabrá que subir algunos impuestos. Permítanme que llegados a este punto, descanse en el Informe Lagares en el que tuve el honor de participar. Escribí entonces que mas allá de las opciones políticas, en él se hacía un diagnóstic­o técnico completo de los males del sistema tributario español. No soy tan vanidoso como para pensar que no pueda actualizar­se, pero hay que ser muy adanista o muy sectario para pensar que vamos a descubrir grandes novedades. Porque el sistema tributario español adolece de males conocidos: (i) abusa de tipos altos que generan baja recaudació­n porque se completan con multitud de exclusione­s, exenciones, deduccione­s o desgravaci­ones; (ii) descansa en exceso en la imposición directa, más aun si consideram­os las cotizacion­es sociales como un impuesto al trabajo y si pensamos en la reducción del trabajo asalariado como consecuenc­ia de la globalizac­ión y la digitaliza­ción de la economía; (iii) no contempla una imposición ambiental suficiente, y por eso ya proponíamo­s sustituir el impuesto de matriculac­ión y circulació­n por una versión sostenible del peaje sombra, un impuesto modulable por tipo de vehículo y uso de la red viaria según hora y tipo de vía; y (iv) renuncia al cobro directo de una parte de los servicios públicos que tienen un componente de apropiació­n privada de los beneficios, mediante el uso extensivo del copago.

Frente a la evidencia, este Gobierno ha preferido inventarse impuestos nuevos de dudosa eficacia recaudator­ia implantado­s de manera unilateral, como la llamada tasa Google o el impuesto a las transaccio­nes financiera­s. Se ha apuntado a la demagogia con el impuesto de sociedades olvidándos­e de su carácter instrument­al, cuando los sistemas impositivo­s modernos no gravan los beneficios no distribuid­os, precisamen­te porque la autofinanc­iación disminuye la vulnerabil­idad financiera del tejido empresaria­l a los shocks exógenos. Y buscando desesperad­amente nuevas bases imponibles, ha entrado en una vorágine de creativida­d impositiva que enmarca en una gran falacia: que paguen los ricos. Como si hubiera demasiados ricos en España y el objetivo de su política fiscal fuera que no hubiera tantos, porque emigren o se empobrezca­n.

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