ABC (Galicia)

Muchas madres con niños son deportadas a Juárez, una de las ciudades más peligrosas para mujeres

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María Alejandra Ordóñez, madre soltera de 19 años, y su hija Alexia Abigail, en el albergue Kiki Romero de Juárez de alegría. Era la primera vez que iba a volar. El trayecto, que hizo con otros inmigrante­s aterrados y enmudecido­s, fue muy rápido.

En seguida las colocaron en un autobús. Tras 20 minutos en la carretera, María Alejandra notó algo que le llamó la atención, una gigantesca bandera, de color rojo, blanco y verde. Dos, de hecho, a ambos lados de un puente, que cruzaron sin que nadie les dijera nada. Enfrente, pudo leer, a la distancia: «Bienvenido­s a México, Ciudad Juárez, Chihuaha». Acababan de ser deportadas a una de las ciudades más peligrosas de México, donde miles de mujeres han desapareci­do o han sido encontrada­s muertas desde los 90. Abrazó a su niña, y lloró.

Hoy María Alejandra vive, con otras familias de deportados en caliente por EE.UU., en el gimnasio municipal Kiki Romero, cerca de la frontera, y a mil kilómetros de donde cruzó ilegalment­e a EE.UU. Por aquí han pasado 1.400 personas en apenas un mes. Duermen en literas y reciben desayuno, comida y cena. Según cuenta Lorena Montoya, de 45 años, asistente de derechos humanos en el gobierno municipal, estas semanas han sido dramáticas. «Han sido días muy malos porque nos estuvieron deportando a las familias que ni siquiera cruzan por Juárez, nos los deportan

Lázaro Montenegro, de 47 años, junto a su familia en Ciudad Juárez. por aquí porque otros estados no quieren deportacio­nes de mamás con niños por la violencia, como si aquí estuviéram­os de la gloria. Hay estados que se han arreglado con EE.UU. para no recibir familias con menores de 10 años, por el riesgo de seguridad, secuestros y demás».

Este amplio gimnasio, custodiado por la Policía por si se acercan los polleros para tratar de ofrecer sus servicios de cruce ilegal, está repleto de literas, que se han ido vaciando en días recientes porque muchos guatemalte­cos y hondureños han vuelto resignados a sus países. Otros, los menos, han logrado cita en EE.UU. para tramitar el asilo. Hay también familias mexicanas que han tratado de entregarse, huyendo de la extorsión y las amenazas del narco.

A Juan Diego y Lázaro José Montenegro, de 17 y 13 años, el narco quiso reclutarlo­s en Queréndaro, su pueblo de Michoacán. Su padre, Lázaro, de 47 años, se negó, y comenzaron las amenazas. Les dejaron notas con promesas de muerte. Cortaron la luz de la casa. Unos desconocid­os les mostraron armas en plena calle. Al tío de los niños, lo secuestrar­on. El mensaje quedó claro: los chavales eran del narco, según dice el padre, «para que aprendan a robar, asesinar, secuestrar».

Lázaro, que tiene familia en Chicago, tomó una decisión. En septiembre, él, su mujer, su hermano y sus cuatro hijos pusieron rumbo al norte, 1.700 kilómetros a pie y en autobús. No quisieron jugársela con los polleros. Creían tener razones suficiente­s para pedir asilo. El 7 de abril cruzaron todos juntos el puente que une Ciudad Juárez con El Paso (Texas). Allí pidieron asilo. Tomaron sus datos y los expulsaron, sin darles acuse de recibo. Así lo ha estado haciendo el Gobierno de EE.UU. desde la pandemia: al programa iniciado por Donald Trump para que los peticionar­ios de asilo esperen una decisión en México se ha unido el decreto que cierra a cal y canto la frontera por la pandemia de coronaviru­s. Todos mantenidos por Joe Biden.

Desde entonces, la familia Montenegro espera en el limbo de este albergue. Al padre le llegan tentacione­s de todos los lados. «Nos rondan los polleros. Nos dicen que nos pasan por 800 dólares. O que mandemos a los niños solos, que no los devuelven. Pero queremos entrar juntos. Tenemos pruebas de que nuestra vida corre peligro en México», dice, sentado en un banco junto a su mujer, Marilú, de 43 años.

Lázaro y su familia esperarán en este albergue mientras esté abierto y hasta que EE.UU. les dé cita. Allá tienen su teléfono y los detalles de su caso. Y no contempla volver a Michoacán. Es más, no puede. «Hasta nuestra casa se ha quedado el cártel. Nos llaman los vecinos y nos cuentan que allí se han instalado, que van de noche y encienden las luces», dice. «Yo sé que el futuro de mis hijos está allá», y señala hacia el norte. Los niños, a su lado, asienten, aunque no tengan certezas de lo que les depara el futuro.

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D. ALANDETE

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