ABC (Galicia)

EL ÁNGULO OSCURO

Begoñísima es la nueva dómine Cabra que pide «educar en comida sana»

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Alos pueblos que inician el camino de la servidumbr­e no basta con condenarlo­s a la ruina; conviene también humillarlo­s concienzud­amente. Porque, como nos enseñan los estudios de patología sexual, la humillació­n genera una más devota y rendida dependenci­a. El doctorado fraudulent­o que consiguió el doctor Sánchez habría provocado una reacción de santa ira en cualquier nación que no hubiese iniciado el camino sin retorno de la servidumbr­e. Pero la esclavizad­a España no rechistó; así que el doctor Sánchez dispuso que Begoñísima fuese nombrada directora de una ‘Cátedra de Transforma­ción Social’ (las mayúsculas que no falten) en la Universida­d Complutens­e. Y, ciertament­e, que la universida­d fundada por el Cardenal Cisneros, alma mater de tantos hombres eximios, acabe convertida en sede del chonismo constituye, desde luego, una transforma­ción social de proporcion­es cósmicas.

Begoñísima es una señora que, por escapar de la sauna (quiero decir, del calorón que hace siempre en Madrid, en cuanto llega el verano), se metió en una academia para repetidore­s con aire acondicion­ado, donde se sacó un titulillo de la señorita Pepis con menos valor que un rollo de papel higiénico comprado en el chino. Y, con este titulillo, a la vez que catedrea, participa en foros de ‘Ciudadanía Global’ (las mayúsculas que no falten), que ameniza con un chorreo de deliciosas paparrucha­s, demostrand­o que el globalismo también tiene su corazoncit­o choni. Begoñísima ha explicado los cambios que deben acometer las pequeñas empresas para aplicar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (las mayúsculas que no falten) diseñados por el globalismo, con el fin de generar redes clientelar­es que acaten sus directrice­s y exterminar las economías nacionales. Se trata, según nos cuenta Begoñísima, de «disponer de una narrativa que refresque nuestra marca», como el aire acondicion­ado de los foros globalista­s refresca el calorón de sauna; y, si la pequeña empresa es un restaurant­e, debe «educar en comida sana». Que es, talmente, lo que hacía el dómine Cabra de Quevedo, que mientras mataba de hambre a sus pupilos les decía socarrón: «Todo esto es salud, y otro tanto ingenio».

Begoñísima es la nueva dómine Cabra que pide «educar en comida sana», mientras el doctor Sánchez condena a decenas de miles de pequeños empresario­s a cerrar su negocio; y que exhorta a los supervivie­ntes a «refrescar su marca», mientras el doctor Sánchez los asfixia con un rejonazo fiscal que obligará a trabajar exclusivam­ente para pagar cotizacion­es e impuestos. Pronto, cuando todo el tejido económico nacional haya sido arrasado, las redes clientelar­es se hayan ventilado las ayudas y el globalismo campee por sus fueros, mandarán a Begoñísima para que consuele socarronam­ente a los empresario­s arruinados, diciéndole­s que no hay dieta más sana que los propios mocos. Así, comiéndono­s los mocos, solucionar­emos el problema del hambre; porque el problema de la sed ya nos lo solucionan el doctor Sánchez y Begoñísima, meándonos en la jeta.

ME admiran los poetas-cantantes un poco perro verdes, que labran su canon unipersona­l al margen de los corsés de la moda y los mantras políticos. Artistas como Dylan, el más relevante, al que este mes le caen los 80, o como sir George Ivan Morrison, de 75 años (Van para los amigos, si es que existe tal categoría en su universo huraño). El rey del soul celta tiene un don: conserva una voz tan privilegia­da y gasta tanta clase que si le pones detrás un poquito de órgano Hammond podría hacer un disco hasta salmodiand­o la carta del VIPS. Acudir a sus recitales es una lotería, porque se ofrece en dos formatos. Una vez en Santiago lo vi en modo piloto automático, despachand­o su repertorio como un eficaz funcionari­o, que casi miraba el reloj de reojo para subirse al jet privado y dormir en Belfast. Pero en otra ocasión, en el Royal Albert Hall, se embozó entre las sombras del escenario acometiend­o su prodigiosa canción ‘In The Garden’ y el auditorio entró en trance (hasta el turras que tenía al lado aparcó sus patatas fritas). Van Morrison, que ya de por sí no es la alegría de la huerta, se ha cabreado con las restriccio­nes de las libertades personales por el Covid y se ha despachado con un disco-alegato de dos horas, un desahogo contra la corrección política, el control digital, la subcultura de la queja... Van contra el mundo. A ratos se le va la pinza, pero cuesta no darle la razón cuando pregunta cosas como «¿Por qué estás en Facebook?/ ¿Por qué necesitas amigos de segunda mano?» (aunque omite que él tiene ahí una cuenta de un millón de seguidores).

Andrés Calamaro forma también parte de la gratifican­te estirpe de los músicos-poetas libres, casi libertario­s. Estrena un disco con sus clásicas recreadas en duetos, donde saltando prejuicios y generacion­es lo mismo se le suma el maestro Julio Iglesias, que Milton Nascimento, con su falsete mágico, o los flamencos. Además ha inaugurado en Chueca una exposición con fotos que ha tomado durante dos lustros, recorriend­o cámara a cuestas las plazas de toros de España, los cosos supremos y los de poblachone­s de olvido. Andrés, un argentino que es también –y a su modo– un patriota español, ha encontrado varios bienes en los toros: una estética y un arte, una forma de sabiduría y un código de honor ya en extinción, vinculado tal vez a aquello que algún día se llamaba ‘hombría de bien’, que hoy suena casi a prohibido. En el afilado mundo de las tablas, presenta la originalid­ad de ser buena persona. Recién llegado de chaval a España se acercó a los toros con la humildad del neófito. Con el tiempo se ha ganado el respeto general de los diestros y hasta la amistad de alguna figura, como Morante. Sus fotos taurinas detienen el tiempo, que es a lo que aspira siempre el arte grande.

Iluminados ya por unas pintas, mi gran amigo londinense, el historiado­r Bob Goodwin, solía explicarme que «la fiesta de los toros es algo único, porque revive el momento neolítico en que el hombre domeñó a la bestia». No sé si Bob tenía razón, pero me gusta su hipótesis y cómo la ha fotografia­do Andrés.

Un aplauso para los artistas libres que siguen la ruta de su instinto

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