ABC (Galicia)

MENORES EN ACOGIDA: «SABEN QUE NO SOY SU MADRE, PERO AQUÍ ESTOY»

En medio de la naturaleza y a pocos kilómetros de Vigo hay un barrio en el que viven medio centenar de niños, muchos de ellos hermanos. Sus padres perdieron sus custodias, pero los educadores con los que conviven pelean para que no les falte calor de hoga

- Por PATRICIA ABET

De la casa número 7 sale un olor familiar, a comida, que anuncia la llegada del mediodía. En cuestión de minutos, las silenciosa­s calles de este barrio de Redondela, muy cerca de Vigo, se llenarán de mochilas y risas. En la cocina, atareada y con la mesa puesta, Espe recibe a los cinco hermanos con los que convive desde hace unas semanas. Tienen entre 4 y 11 años y están tutelados por el Gobierno gallego, como todos sus vecinos. Su custodia está en manos de la organizaci­ón Aldeas Infantiles, que gestiona esta urbanizaci­ón en la que en la actualidad residen 47 menores de 0 a 18 años. Todos forman parte de un hábitat particular que se aleja de la idea preconcebi­da –y normalment­e prejuicios­a– de lo que es un centro de menores. Aquí, como en cualquier barrio, las casas impares están a la derecha y las pares a la izquierda. Las calles tienen nombre y cada vivienda se organiza de manera independie­nte. Con una salvedad: no hay madres ni padres, solo cuidadores. Los únicos lazos sanguíneos que se pueden rastrear dentro de las seis casas que en estos momentos están abiertas son los de los hermanos que viven en ellas y que, según la ley establece, no deben ser separados aunque sus progenitor­es pierdan su custodia. «Somos familias, pero no de sangre», resume una de las educadoras. «Los niños saben que no somos su madres, pero que estamos aquí, para lo que necesiten», recalcan.

En este microcosmo­s, a los niños se les asigna el hogar que más se adapta a su perfil. No es cuestión de buscarles un hueco, se persigue su adaptación, que encajen. Lo explica Martha Revuelta, su directora, que coordina la buena marcha del centro y de los espacios comunes de los que dispone. «Cada hogar cuenta con un equipo de seis educadores, tres están por el día y dos por la noche, además de un coordinado­r. Tienen un presupuest­o independie­nte, hacen sus compras, sus menús, tienen sus horarios, sus normas... como en cualquier familia», introduce mientras rodea el jardín central, con el parque infantil a sus espaldas. La acompaña Víctor Muñoz, director territoria­l de la ONG, que recuerda que los primeros niños –catorce– llegaron a Redondela hace medio siglo. Desde entonces, siempre ha habido vida en estas edificacio­nes de dos alturas, con notas en la nevera y un mueble en la entrada para dejar los zapatos. «Como en cualquier familia».

La coletilla se repetirá varias veces a lo largo de la visita, pero no es un asunto menor. El caso de esta al

dea, de las que hay ocho más repartidas por España, es singular. La filosofía de sus impulsores, una familia que en los años 50 se dedicaba a la mueblería y que se coordinó con la ONG para levantar el barrio, es que los niños deben tener un hogar en el que crecer. Sin culpas ni lastres. En un principio, cada casa contaba con una mamá SOS que vivía con los pequeños las 24 horas del día. Reflejo de una época, era la referencia vital para los que habían perdido a sus padres. Pero el modelo laboral ha avanzado y el de familias también, por lo que ahora los cuidadores se organizan en varios turnos dentro de la misma residencia, aunque no solo comparten el día a día con los niños, también se van con ellos de vacaciones. Este año, comentan, toca playa.

Sus funciones no son pocas y se resumen en dar calor a los pequeños. Cocinan, se los llevan a la compra, hacen con ellos los deberes y los acompañan al médico. Les leen el cuento de la noche, les enseñan a andar en bici, escuchan sus problemas, y los corrigen. Y, como en cualquier casa, los persiguen para que se hagan la cama y tengan el armario recogido, celebran sus cumpleaños y los llevan a inglés. Además, tienen asambleas semanales para tratar los problemas de convivenci­a que pueden surgir y buscarles solución. Porque, asumen, «aquí también tenemos nuestros conflictos y muchas veces los menores necesitan tiempo y, sobre todo, liberarse de la culpa que los acompaña».

El último en llegar

En cuestión de segundos, en la casa 7 se quiebra la paz. Los hermanos más pequeños irrumpen en el salón mientras los mayores comentan el día, sin sacarle ojo al churrasco. Espe, delantal mediante, explica que lleva 19 años como educadora en Ventosela. Los niños que han pasado por sus manos son incontable­s. Pero los recuerda a todos y cada uno. A su espalda, una pared con las fotografía­s de los nuevos inquilinos ya enmarcadas. La comida va camino de la mesa y en medio del barullo dos de las niñas salen disparadas por la puerta. «Van a ver a su nuevo vecino». Dicho y hecho. Por la ventana de la casa 5, desde la calle, se intuye la silueta de Sandra con un bebé en brazos. Ella, todo sonrisa, abre la puerta y da la bienvenida a las hermanas, embelesada­s con Alejandro, el último habitante en llegar. Apenas tiene dos semanas de vida aunque, confiesa aliviada su educadora, ya «está en el peso». Nació prematuro, de una madre muy joven que no tiene red familiar en Galicia y no se puede hacer cargo de él. Por ahora lo ve dos por veces por semana y las cuidadoras de la casa 5 la tienen al tanto de cada revisión pediátrica. También le mandan fotos para ayudar a mantener el vínculo, aunque el bebé ya reconoce como familiar la voz de Sandra. «Si está llorando en la cuna y subo las escaleras diciéndole ‘voy voy’, ya se calma», dice. En esta casa viven cinco menores más, que han acogido al pequeño como un regalo, aunque eso los obligue a compartir habitación.

Durante la semana, el ritmo es el del día a día y la rutina se impone. Los fines de semana algunos de los menores ven a sus padres, o a abuelos o tíos, pero esta circunstan­cia no se da en todos los casos. La maleta de cada uno es propia e intransfer­ible. Hay padres que han perdido la guarda de sus hijos por una discapacid­ad, por una adicción o una enfermedad. En otros casos, sobre todo en adolescent­es, renuncian a ella por problemas de convivenci­a.

El objetivo, recalca Víctor, es que la estancia sea temporal y los niños puedan retornar a su casa. Por eso se trabaja también con las familias. Es el escenario ideal y el que más satisface a los equipos, que no ocultan que cuando el reencuentr­o no fructifica los niños sufren mucho. Son bailes, dicen, que acaban mal. Una de las cuidadoras tampoco esconde que hay pequeños que no quieren regresar a sus casas. Son casos, asegura, en los que han pasado por situacione­s que no les correspond­en por edad, y eso deja cicatriz. «Hay mucho dolor y tienen que perdonar», sintetiza sobre el estado en el llegan muchos de los niños a la aldea.

La legislació­n en materia de acogimient­o familiar incide en que en el caso de los menores de 0 a 6 años lo recomendab­le es una familia y no un centro, pero el déficit de padres de acogida se traduce en circunstan­cias como la que atraviesa el bebé Alejandro. Mientras le besa los pies, pendiente de la hora de su siguiente toma, Sandra matiza que a veces no es fácil trazar una barrera entre la vida profesiona­l y la personal. La línea se quebró para ella la mañana que tuvo que entregar a su madre al bebé que llevaba 18 meses cuidando. «Estaba muy entera, pero cuando se lo di y el niño lloró, me rompí», se emociona a sabiendas de que su trabajo es vocacional y de que el regreso con la familia carnal es el final feliz que todos ansían, un cerrar el círculo. Sobre cómo lidian con el pasado de cada integrante de este hogar, la educadora recalca que «cada vida es un templo sagrado que debemos respetar porque han pasado por muchas cosas y se van abriendo a su ritmo».

La tarta y la maleta

En la historia de esta aldea ha habido de todo, incluso menores que por circunstan­cias han estado años en ella hasta alcanzar la mayoría de edad. Un momento clave y espinoso en el que Aldeas Infantiles insiste en ayudar. «Se encuentran con la tarta y la maleta al lado» dibujan la escena para introducir una de sus iniciativa­s, la del programa de acompañami­ento para mayores de 18 años que facilitó que una antigua residente acabase sus estudios de enfermería. «Ahora ya no puede venir tanto como voluntaria porque trabaja a turnos», se enorgullec­e la directora. Los que sí regresan, a menudo, son otros huéspedes que se fueron siendo niños y que vuelven como padres. Con la calle de nuevo en calma y los niños sentados a la mesa, los mayores de la aldea coinciden en que la mayor satisfacci­ón es darles la oportunida­d de crecer «como en cualquier familia». Porque ellos, recalcan, no pidieron salir de la suya.

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