El callejero como campo de batalla política
▶La escritora y abogada Deirdre Mask estudia el origen e impacto social y económico de los nombres de las calles en el ensayo ‘El callejero’
«Los nombres de las calles son la herramienta propagandística perfecta. Los nazis lo entendían perfectamente»
Hace pocos años, cuando el barrio ya se había recuperado de los graves disturbios de 2011 y empezaba a cotizar tímidamente al alza en el mercado inmobiliario londinense, la escritora y abogada Deirdre Mask encontró en Tottenham el piso ideal para mudarse con su marido. Suelos de parqué, ventanas saledizas y chimenea en cada habitación. No le faltaba detalle. Pero le sobraba una cosa: el nombre. O, mejor dicho, la localización. «Había algo que me mosqueaba: ¿de verdad podría vivir en Black Boy Lane, el pasaje del Chico Negro?», escribe la también académica en ‘El callejero’ (Capitán Swing). «No podía vivir en una calle con ese nombre, era imposible. Aunque, ¿sabes qué? Ahora lo han cambiado y le han puesto el nombre de un abolicionista de la esclavitud. Y también hay quien se opone a eso», relata la autora desde su casa en conversación con ABC. Sólo por ese episodio ya se entendería que Mask, profesora de Escritura Creativa en Harvard y de Ciencias Sociales en la London School of Economics, se haya lanzado de cabeza a desentrañar historias y enigmas de callejeros y nomenclátores, pero la chispa que prendió este jugoso ensayo en realidad fue otra: un viaje a Virginia Occidental en el que descubrió con asombro que existían ciudades sin calles ni números y personas que carecían de dirección postal. «Pensaba que sería una historia peculiar y divertida, pero me di cuenta de que era un tema mucho más problemático. Si no tienes dirección, no puedes recibir paquetes, ni tener documento de identidad», explica. ¿Y qué pasa si alguien necesita una ambulancia o a los bomberos? Fácil: basta con afinar la oreja y permanecer atento a la sirena mientras, al otro lado del teléfono, se formula la pregunta del millón: ¿frío o caliente? «Lo que realmente me hizo escribir sobre esto es que hay muchas personas de Virginia Occidental que no es que no tengan dirección, es que no la quieren. No quieren ser encontradas y viven al margen del Estado», añade Mask. Así, con el dilema de si tener o no tener guiando sus pasos y el pasmo de descubrir que cerca del 70 por ciento de la población carece de una dirección en el sentido europeo u occidental del término, la escritora comenzó a explorar los orígenes de los nombres de las calles y a estudiar su impacto en la sociedad.
De la antigua Roma a las laberínticas metrópolis niponas; del callejero como insólito aliado para hacer frente al brote de cólera que asoló el Soho londinense en 1854 a la numeración de las casas en la Viena dieciochesca como acelerante del reclutamiento de soldados; de los ocho años que tardó Atlanta en dedicar una calle a uno de sus paisanos ilustres, el reverendo Martin Luther King, a la velocidad con la que todas las ciudades alemanas entregaron calles y avenidas a Hitler en los años treinta.
«Los nombres de las calles son la herramienta propagandística perfecta. Los nazis lo entendían perfectamente», resume Mask.
El callejero como reflejo de los conflictos de identidad, raza, riqueza y poder. El callejero, en fin, como campo de batalla y arma política. Tampoco quedan tan lejos, por ejemplo, polémicas como la retirada en Barcelona de la plaza y la estatua de Antonio López, Marqués de Comillas, por considerarlo esclavista. «Más allá de si se cambia o no el nombre, creo que es importante tener el espacio para tener estos debates que van mucho más allá de un nombre», apunta Mask cuando se le comenta el caso. También se muestra gratamente sorprendida al saber que la ciudad exige un mínimo de cinco años entre la muerte de una persona y la dedicatoria de una calle. «Esto es muy inteligente porque, al fin y al cabo, es la razón por la que debatimos, ¿no?».
De revolución en revolución
En el libro, Mask recuerda cómo al terminar la Segunda Guerra Mundial el nomenclátor alemán sufrió un vuelco notable (en Alemania Occidental se optó por recuperar los nombres antiguos; en la Oriental irrumpieron revolucionarios y mártires comunistas), pero tampoco hace falta irse tan lejos. «En Mariúpol, en 2014, se renombró la calle Lenin como Freedom Avenue. Literalmente, sacaron a los rusos de la calle. Pero cuando las tropas rusas entraron en la ciudad, le volvieron a cambiar el nombre y ahora se llama Lenin otra vez», explica. «Es una herramienta política que todos utilizan», insiste.
«Hay un momento en la historia, durante la Revolución Francesa, en el que se empezó a pensar que era muy importante nombrar las cosas. Ponerle nombre a una calle era una manera de expresar su valor de forma intencional y meditada. En vez de arrasar con París, decidieron cambiarle de nombre a las calles», recuerda Mask. Dos siglos y medio después, ese afán por nombrar ha contagiado incluso a los estadounidenses, que creían haber encontrado en la simple numeración de sus calles un sistema novedoso y más racional.
«Ahora mismo, en Estados Unidos estamos ‘sobredebatiendo’ los nombres de las calles: debatimos sobre la raza, el género... Y sí, causa problemas, pero yo lo veo como un proceso positivo. Es una forma pacífica y útil de discutir nuestras diferencias», relata. ¿Un ejemplo? «Hay gente que vive en la calle Robert E. Lee Street a la que le da igual que la calle lleve el nombre de este general confederado esclavista. Gente que suele argumentar cuestiones prácticas para no recaer en argumentos espirituales o ideológicos», explica.
Editorial: Capitán Swing . Traducción: María Porras Sánchez.
304 páginas.