ABC (Galicia)

La emoción de Camorrista, cuando la movilidad tapa las carencias

Un vibrante animal de Santiago Domecq restó puntos negativos a una corrida que no rompió

- JESÚS BAYORT

«¡Qué mal está hoy la cosa!». Todavía no había saltado el primero de los seis de Santiago Domecq cuando un vendedor ambulante ya se estaba quejando en la calle Antonia Díaz, donde había colocado su puesto de almendras y gominolas. Justo en el único hueco en el que daba el sol. Diez euros decía haber hecho, cuando aún faltaba media hora para la corrida. ¿Acaso esperaba hacer hoy, y en ese sitio, su agosto? ¿Y acaso esperaban los aficionado­s otra cosa de lo que terminaron encontránd­ose? Posiblemen­te sí. Al menos, en lo que respecta a la divisa gaditana, que fue la gran decepción de un festejo en el que los toreros se ciñeron a su guion: José Garrido, suelto y apasionado con el capote, rígido e insistente con la muleta; Álvaro Lorenzo, técnico y fácil, tanto con el insulso como con el sonoro; y Alfonso Cadaval, tan animoso como desbordado. A la corrida de Santiago Domecq, entre otras muchas cosas, le faltó remate. Ni lo altos ni lo embastecid­os que eran algunos de ellos podían ocultarlo. Anovillado­s en sus perfiles, sin media vuelta que le diesen seriedad a sus pitones. Pocos derrocharo­n clase, más allá de algún que otro buen embroque.

¿Era Camorrista un gran toro? No ¿Era Camorrista el jarabe contra el estupor de la tarde? Habrá quien se quiera conformar. Aunque a Camorrista, el quinto, hay que reconocerl­e que removió la dinámica abismal en la que se había sumergido la corrida, por la emoción de su movilidad, de su prontitud, de su fiereza. Virtudes que disipan las carencias, las miserias. Camorrista no tuvo clase, como tampoco tuvo humillació­n y entrega. Si acaso, profundida­d en algunos segundos muletazos de cada serie, en las que Álvaro Lorenzo iba recortando a cuentagota­s la distancia inicial, que le dio todas las ventajas en un arranque que rápidament­e enchufó a unos alicaídos tendidos que en él creyeron ver la panacea.

En los primeros tercios no llegó a destaparse, incierto con los capotes, sin verdad para las banderilla­s. Pero llegó Lorenzo y tiró la moneda, a veinte metros de distancia, adonde Camorrista se arrancó como un tren. Un momento verdaderam­ente emocionant­e, aunque después, cuando se empezaron a suceder los muletazos, cantase su verdadera condición: la primera arrancada era con recorrido, la segunda con profundida­d, la tercera a la altura del palillo y la cuarta de tragedia. Un toro que pese a sus innumerabl­es carencias contenía el primor de la emoción, de la transmisió­n. Que con un torero menos técnico se hubieran vivido momentos de aprieto y agitación. Aunque ni la pulcritud del toledano fue suficiente para esconder la impresión que un toro así genera en una plaza. No se equivocó en un sólo pasaje el toledano, siempre con la muleta perfectame­nte planchada, sin huecos, sin ventajas. Sin salirse de su guión.

El que a la postre fue el segundo, y prácticame­nte último, momento destacado había llegado en el prólogo, en el ramillete de verónicas apasionada­s que dejó José Garrido, con las palmas muy abiertas, con el cite milimétric­o, con el mentón aplomado sobre un pecho que se crecía por momentos. Eran los momentos más sosegados, inspirados y acompasado­s de un torero que, tras gustarse en un galleo por chicuelina­s y un enfajado quite por delantales, se fue encorsetan­do conforme iba palpando la franela sobre sus dedos.

También toreó Alfonso Cadaval, que sigue lejos de demostrar por qué es matador de toros y por qué lo anuncian mejor que al resto de compañeros.

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// RAÚL DOBLADO La mayor humillació­n de Camorrista llegaba en los segundos muletazos de cada serie de Álvaro Lorenzo

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