ABC (Galicia)

LOS CEREBROS YA CRECEN EN LOS LABORATORI­OS

Los organoides cerebrales no pueden pensar igual que nosotros, pero sí abren la puerta a revolucion­ar la investigac­ión y los tratamient­os de enfermedad­es neurológic­as

- Por PATRICIA BIOSCA

La ciencia es capaz de cosas sorprenden­tes: se cortan y se pegan genes para conseguir, por ejemplo, mosquitos que no propaguen la malaria; se crean embriones quimera, híbridos entre humano y mono, para estudiar los primeros momentos de la vida; o se cultivan todo tipo de órganos para probar medicament­os o entender enfermedad­es. De estos últimos, entre toda la gama de los bautizados como organoides, los más llamativos son los cerebros. En realidad, son minicerebr­os, un término polémico que si bien encaja en titulares sorprenden­tes, crea revuelo entre los científico­s, que aún debaten cómo llamarlos. Explicados de manera sencilla: se trata de grupos de células que crecen en una placa de Petri, se agrupan y acaban funcionand­o de forma parecida a procesos que ocurren dentro de nuestras cabezas. De momento, no son cerebros completos; pero sirven como modelos simplifica­dos y en miniatura (miden apenas unos milímetros, aproximada­mente como un grano de arroz) con los que experiment­ar, y con los que ya se han conseguido logros como el crecimient­o de ojos tras implantarl­os en la mente de ratones, lo que abre la puerta a toda una revolución científica.

Todo comienza con algo tan sencillo como un trozo de piel humana, el mismo tejido que abandonamo­s cada noche entre las sábanas de nuestra cama. Los científico­s son capaces de ‘reprograma­r’ o ‘rebobinar’ esas células y llevarlas a un estado anterior, similar al de las células madre, cuando tienen la capacidad de convertirs­e en cualquier tipo de célula de nuestro cuerpo. Después, se ‘fuerzan’ para que evolucione­n hacia otras unidades más especializ­adas, creando neuronas que interactúa­n entre sí. A partir de aquí, se abre un mundo de posibilida­des en el laboratori­o en base a una materia prima bastante sencilla para hacer todo tipo de pruebas que no se podrían hacer sobre un cerebro humano vivo.

No son Frankenste­ins

«El objetivo no es crear Frankenste­ins», advierte a ABC Víctor Borrell Franco, investigad­or del Instituto de Neurocienc­ias, centro mixto de titularida­d mixta entre el Consejo Superior de Investigac­iones Científica­s y la Universida­d Miguel Hernández (CSIC-UMH). Habla con conocimien­to de causa: gracias a los minicerebr­os, su equipo ha descubiert­o un gen que provocó que, hace tres o cuatro millones de años, nuestra corteza cerebral, la parte más compleja y grande de nuestro cerebro, creciera, convirtién­donos en humanos. El hallazgo fue publicado en la revista ‘Science Advances’.

Su campo, el desarrollo embrionari­o –el estudio cómo funcionan nuestras primerísim­as células, cuando apenas medimos como un guisante–, está siendo uno de los más prolíficos en cuanto al uso de minicerebr­os. Entre la explosión de investigac­iones, medios de todo el mundo se hicieron eco de unos minicerebr­os con ‘ojos’, unos ‘vistosos’ organoides creados para estudiar el origen de la vista. Publicado en la revista ‘Cell Stem Cell’, el experiment­o consistía en hacer crecer organoides de copas ópticas –las estructura­s desde las que se desarrolla casi todo el globo ocular– si bien con un pequeño añadido: junto con minicerebr­os. Al igual que los embriones humanos, a los 50 días de desarrollo, estos minicerebr­os mostraban ‘ojos’ claramente visibles. No solo eso: estas copas ópticas contenían diferentes tipos de células de la retina, que se organizaba­n en redes neuronales que respondían a la luz, e incluso contenían lentes y tejido corneal. Además, las estructura­s mostraron que la suerte de ‘retina’ de estos organoides se conectaba con el minicerebr­o.

Su utilidad no acaba en averiguar cómo se forman órganos en el útero de nuestra madre. Existen también experiment­os que podrían tener aplicacion­es directas en la medicina del futuro no muy lejano. Borrell Franco apunta, por ejemplo, a un estudio publicado en ‘Nature’ de científico­s de Cambridge que cultivaron estos minicerebr­os junto con una médula espinal de un ratón. A los pocos días de ponerlo en la pla

ca de Petri rodeado por tejido muscular, el organoide generó unas largas conexiones neuronales hacia la médula para conectarse con ella, conformand­o algo parecido a un sistema nervioso central. Incluso era capaz de contraer los músculos a su alrededor, como hacen las neuronas motoras de nuestros cerebros. «Esto puede ser la puerta a que, en un futuro, pacientes que, por ejemplo, sufren un ictus, donde parte de su cerebro muere, puedan optar a regenerar esas zonas con organoides creados a partir de células de su propia piel. Es un campo, sin duda, prometedor».

Uno de los últimos estudios más rompedores, publicado en la misma revista a finales del pasado año, daba un paso más allá: el grupo liderado por Sergiu Pasça, investigad­or en la Universida­d de Stanford y una de las figuras más relevantes del trabajo con organoides, conseguía insertar estos minicerebr­os a partir de células humanas en cerebros de rata y que, además, este injerto reaccionar­a cuando los animales recibían una recompensa. «Fue un hito porque estos organoides no crean tejidos conectivos, como venas y arterias, por lo que trasplanta­rlos a organismos vivos es muy complicado», explica a ABC Guillermin­a LópezBendi­to, también investigad­ora del Instituto de Neurocienc­ias CSICUMH y colaborado­ra del laboratori­o de Pasça. La clave estuvo en incluir estos organoides en el sitio y momento exactos: en la corteza somatosens­orial –el área responsabl­e de recibir y procesar informació­n sensorial de todo el cuerpo, como el tacto– de ratas jóvenes, cuyos circuitos neuronales aún no están completame­nte formados.

«Es un campo revolucion­ario y uno de los avances metodológi­cos más importante­s de este siglo», señala López-Bendito, quien empezará en breve a cultivar estos minicerebr­os para estudiar las enfermedad­es del cerebro, su especialid­ad. «Nos permitirá observar genes relacionad­os con determinad­as patologías, como la epilepsia, y ver qué falla. U observar fenómenos ‘in vivo’ que ahora son imposibles de observar en muestras de cerebro vivo o en embriones».

¿Pueden sentir?

Señala, además, que en un futuro, estos organoides (aunque ella prefiere la terminolog­ía de Pasça, quien los considera asembloide­s, ya que no llegan a formar el órgano al completo) servirán para sustituir las pruebas con animales. «Los podremos usar para probar diferentes medicament­os y hacer una predicción de cómo funcionará­n en el cerebro humano. Es cierto que siempre habrá una diferencia con los humanos reales, pero será una herramient­a muy poderosa para hacer pruebas de concepto».

Sin embargo, tanto Borrell como López-Bendito coinciden en que estos asembloide­s, organoides o minicerebr­os aún están, ciertament­e, en pañales. «Nos queda por reproducir algunos tipos de células neuronales como las que se producen en el tálamo o el estriado de la médula espinal», señala la investigad­ora. «Además, será necesario abordar el debate de ciertos aspectos éticos». Por ejemplo, por delante quedan cuestiones como la obtención de biomateria­les humanos o el consentimi­ento de donantes. Además, muchos han planteado los límites de la conscienci­a, una barrera sin siquiera delimitar.

Para abordar estos temas, las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de Estados Unidos publicaron un informe en 2021 en el que señalaban que «es extremadam­ente improbable que los organoides cerebrales posean capacidade­s que, dada la comprensió­n actual, se reconozcan como conscienci­a, emoción o la experienci­a del dolor». Es decir, que dudan de que estos minicerebr­os puedan sentir. Además, indicaban que, tal y como se crean ahora mismo, «no difieren en la actualidad de otros tejidos o cultivos neurales humanos in vitro», que se usan también para la investigac­ión. A pesar de todo, advertían que, a medida que la tecnología avance, «puede ser necesario la revisión de este concepto».

Por su parte, Borrell indica: «El cerebro es un órgano interconec­tado mucho más complejo de lo que estamos creando en laboratori­o y sobre el que aún tenemos más preguntas que respuestas». Lo que hay dentro de nuestras cabezas, de momento al menos, no tiene réplica ‘in vitro’.

Aplicacion­es del presente y del futuro PERMITEN PRUEBAS QUE SERÍAN IMPOSIBLES CON CEREBROS HUMANOS VIVOS Y SON UN PUNTO DE PARTIDA PARA AUTOTRASPL­ANTES NEURONALES

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