El genio y la carroña
Las peores pulsiones se pueden sublimar para hacer con ellas algo provechoso
Espiar por una cerradura la intimidad de alguien, más si se trata de un creador importante, no deja de ser un acto repulsivo y fascinante, las dos cosas al mismo tiempo. Lo podemos hacer con la conciencia tranquila cuando el tiempo ha hecho su labor y el artista en cuestión se ha desmaterializado y convertido en mito, casi en una figura tan ficticia como los personajes de sus cuadros o novelas. Sólo entonces sus cartas o diarios, esas páginas en las que volcó odios y pasiones, mezquindades o retorcimientos sexuales, dejan de ser chismografía y se convierten en una fuente riquísima de información para sus exégetas y lectores.
Es lo que ocurre con las cartas de James Joyce (las enviadas entre 19001920) que Diego Garrido acaba de traducir para Páginas de Espuma. Al sumergirnos en ese material, que por momentos es rutinario y por momentos salvaje, el personaje que estaba momificado en el panteón del genio regresa al bar de la esquina. El Joyce de estas cartas es un aspirante a artista perseguido por el hambre, el rencor y deseos sexuales perturbadores, de extravagancia repulsiva, que recuerda un hecho capital. De eso también están hechos los grandes artistas. De deseos oscurísimos (marrones, en el caso de Joyce), de inquinas irracionales que se convierten en sentencias u obsesiones vitales, de una materia dudosa que de alguna manera encuentra un camino de expresión fértil en su creaciones.
Otro genio que rozó las alturas de Joyce, Neruda, dejó confesiones vergonzosas en sus memorias y bajó al fango para vapulear con versos insultantes a los otros dos grandes poetas chilenos, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha, con los que tuvo una rivalidad visceral y enfermiza. Escritores cuyas obras se acercan a la perfección estuvieron en contacto estrecho con su opuesto, la putrefacción y la mierda. En eso, sospecho, Freud tenía razón. Las peores pulsiones se pueden sublimar para hacer con ellas algo provechoso. Nada puede ser más esperanzador: al ser humano su parte oscura no necesariamente lo condena. A veces lo redime. A veces, incluso, acaba procurando belleza y felicidad a los demás.