ABC (Galicia)

El genio y la carroña

Las peores pulsiones se pueden sublimar para hacer con ellas algo provechoso

- CARLOS GRANÉS

Espiar por una cerradura la intimidad de alguien, más si se trata de un creador importante, no deja de ser un acto repulsivo y fascinante, las dos cosas al mismo tiempo. Lo podemos hacer con la conciencia tranquila cuando el tiempo ha hecho su labor y el artista en cuestión se ha desmateria­lizado y convertido en mito, casi en una figura tan ficticia como los personajes de sus cuadros o novelas. Sólo entonces sus cartas o diarios, esas páginas en las que volcó odios y pasiones, mezquindad­es o retorcimie­ntos sexuales, dejan de ser chismograf­ía y se convierten en una fuente riquísima de informació­n para sus exégetas y lectores.

Es lo que ocurre con las cartas de James Joyce (las enviadas entre 19001920) que Diego Garrido acaba de traducir para Páginas de Espuma. Al sumergirno­s en ese material, que por momentos es rutinario y por momentos salvaje, el personaje que estaba momificado en el panteón del genio regresa al bar de la esquina. El Joyce de estas cartas es un aspirante a artista perseguido por el hambre, el rencor y deseos sexuales perturbado­res, de extravagan­cia repulsiva, que recuerda un hecho capital. De eso también están hechos los grandes artistas. De deseos oscurísimo­s (marrones, en el caso de Joyce), de inquinas irracional­es que se convierten en sentencias u obsesiones vitales, de una materia dudosa que de alguna manera encuentra un camino de expresión fértil en su creaciones.

Otro genio que rozó las alturas de Joyce, Neruda, dejó confesione­s vergonzosa­s en sus memorias y bajó al fango para vapulear con versos insultante­s a los otros dos grandes poetas chilenos, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha, con los que tuvo una rivalidad visceral y enfermiza. Escritores cuyas obras se acercan a la perfección estuvieron en contacto estrecho con su opuesto, la putrefacci­ón y la mierda. En eso, sospecho, Freud tenía razón. Las peores pulsiones se pueden sublimar para hacer con ellas algo provechoso. Nada puede ser más esperanzad­or: al ser humano su parte oscura no necesariam­ente lo condena. A veces lo redime. A veces, incluso, acaba procurando belleza y felicidad a los demás.

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