Los ‘hibakusha’ piden el fin de la guerra en Ucrania
Sadae Kasaoka y Soh Horie, que sobrevivieron a la bomba atómica de Hiroshima con 12 y 5 años, recuerdan su dolorosa experiencia para hacer un llamamiento por la paz al G-7 y Rusia
La paz es algo maravilloso y no debería darse por sentada». Con la trágica experiencia de haber sufrido la bomba atómica de Hiroshima, así de contundente y sencilla suena la voz de uno de sus supervivientes, Soh Horie, cuando le preguntamos por la guerra de Ucrania. En esta agradable ciudad del suroeste de Japón, que ha pasado a la historia por ser víctima del primer holocausto nuclear junto a Nagasaki, hoy domingo concluye la trascendental cumbre del G-7 que ha tenido la vista puesta en dicho conflicto.
Setenta y ocho años después de aquel fatídico 6 de agosto de 1945, y en plena tensión mundial por las amenazas nucleares de Rusia contra Ucrania, es más necesario que nunca escuchar a los ‘hibakusha’, como se denomina en Japón a los supervivientes de las bombas atómicas. Por desgracia, son muchas las víctimas de las guerras
en todo el mundo, pero cada vez van quedando menos ‘hibakusha’ que puedan contar uno de los mayores horrores que amenaza al ser humano: la hecatombe nuclear. Según los registros del Gobierno de Japón, son unos 118.000, todos de muy avanzada edad.
Es el caso de Soh Horie, quien tenía cinco años cuando el avión estadounidense Enola Gay lanzó la bomba ‘Little Boy’ (‘Muchachito’) sobre Hiroshima al final de la Segunda Guerra Mundial (1939-45). Según la Casa Blanca, para forzar la rendición de Japón y, a tenor de otros, para demostrar su poder a la Unión Soviética en el albor de la Guerra Fría.
«Era por la mañana temprano y estaba paseando por el barrio con mi hermana mayor, que tenía 15 años y se había librado de los trabajos estudiantiles demoliendo casas para abrir cortafuegos porque sufría beriberi (falta de vitamina B1) por la escasez de la guerra», recuerda Soh, quien jamás podrá olvidar aquel día pese a lo pequeño que era. «Caminábamos por la carretera de una colina cuando, de repente, estalló una luz muy brillante. A continuación, se escuchó una explosión atronadora y sopló un viento huracanado que casi nos llevó volando. Mi hermana me cubrió con su cuerpo y nos agachamos boca abajo en la carretera», rememora el inicio de una pesadilla que no había hecho más que empezar.
Aunque no sufrieran lesiones graves, a los afortunados que sobrevivieron les tocó contemplar el espanto de la bomba atómica: la devastación a su alrededor, el cielo rojo y humeante por los incendios de las casas, el hedor de
las cremaciones de cadáveres y las procesiones de heridos que, como zombis agonizando, caminaban con los brazos extendidos mientras la piel se les caía a tiras.
«Mi padre, que era oficial de la Marina, quedó expuesto a la bomba atómica en un edificio cerca del hipocentro. Murió seis días después. Poco después, un soldado trajo su cuerpo a nuestra casa, que había quedado destrozada. Recuerdo que mi madre se derrumbó», desgrana Soh. Desde entonces, toda su vida y la de su familia ha sido un calvario de enfermedades y muerte porque, según se lamenta, «lo peor de las bombas atómicas es que sus efectos duran varias décadas por la radiación».
Su madre sufrió cáncer de pecho con 60 años y, aunque vivió hasta los 83 y pudo ver a sus nueve nietos, pasó el resto de sus días con fuertes dolores y problemas para mover el brazo derecho. Su hermana, que se sentía culpable por haber sobrevivido mientras todas sus compañeras habían perecido, falleció a los 55 años por un cáncer de colon que se extendió por todo su cuerpo. Y a su hermano lo mató un cáncer de hígado fulminante con 63 años.
Una segunda oportunidad
Al propio Soh le diagnosticaron primero un bulto en el tiroides y, en la Navidad de 2011, un linfoma maligno en el estómago que podía extenderse rápidamente por todo el cuerpo. «El médico le dijo a mi esposa entonces que me quedaban solo dos semanas de vida», cuenta el anciano, que sobrevivió también a la enfermedad tras someterse a quimioterapia pero sigue teniendo reconocimientos cada tres meses porque «no hay una cura completa para esto».
Al igual que la docena de ‘hibakusha’ que este corresponsal ha entrevistado desde 2011, Soh Horie valora tanto esta segunda oportunidad que le ha dado la vida que, a sus 82 años, se mantiene activo cuidando los cerezos de la ribera bajo su casa y frecuentando todavía el coro en que cantaba. Para él, que aprecia tanto la paz porque ha visto el horror de la guerra, «esta cumbre en Hiroshima es una oportunidad muy buena para advertir de lo terribles
que son las armas nucleares. Espero que los líderes del G-7 decidan acabar con las bombas atómicas y parar la contienda entre Rusia y Ucrania, que es horrible».
Lo mismo pide Sadae Kasaoka, quien sobrevivió a la bomba con 12 años y hoy tiene 90. Tampoco olvidará jamás aquel soleado lunes de principios de agosto. «En ese momento, eran las ocho y cuarto de la mañana. De repente, las ventanas frente a mí se encendieron de rojo. Era un color precioso en el que el amanecer se mezclaba con el anaranjado. Pero las ventanas se rompieron en mil pedazos y, de forma inconsciente, me agaché para protegerme. La explosión me tiró de espaldas y perdí el conocimiento. Cuando recobré el sentido, me puse las manos sobre la cabeza y noté que tenía cortes por el cristal, pero no sentía ningún dolor», recuerda la anciana, que perdió a sus padres aquellos días.
«A la mañana siguiente trajeron a mi padre sobre una puerta de madera. Parecía muerto. Tenía la cara hinchada, los ojos muy blancos y abiertos
y los labios rajados y vueltos del revés. Sus ropas se habían quemado. Estaba casi desnudo. Parecía como si lo hubieran pintado con aceite negro. Su cuerpo estaba tan caliente que intenté desnudarlo rápidamente. Pero no pude cambiarlo de ropa. Cuando tocaba su piel ensangrentada, se le pelaba y mostraba la carne debajo. Solo pude reconocerlo por su voz», cuenta emocionada.
Perdón y compasión
Su padre murió tras dos días de intenso dolor en el que ella tuvo que quitarle gusanos del cuerpo. De su madre, que falleció el 9 de agosto en otro lugar de Hiroshima y había sido incinerada, solo vio restos de su cuerpo que su hermano trajo en una bolsa de papel. A Sadae, la guerra ya le había arrebatado dos años antes a su hermano mayor, soldado del Ejército Imperial, en la batalla por las islas Salomón.
Doce años después de la bomba, fue casada con otro ‘hibakusha’. Pero, tras solo ocho años de matrimonio en los que tuvieron dos hijos, su marido falleció de un cáncer seguramente provocado por la radiación. «Al principio odiaba a América, pero ya no», dice Sadae con una sonrisa sincera que simboliza el perdón y la compasión de los ‘hibakusha’, tan necesarios en este mundo que vuelve a temer una guerra mundial.
«Lo más importante es que los dirigentes del G-7 vean y escuchen las historias de los ‘hibakusha’ (supervivientes). Espero que conozcan, entiendan y sientan la ciudad de Hiroshima para lanzar un mensaje contra la guerra y las armas nucleares, y por la paz no solo en Japón, sino en todo el mundo», apela con la sabiduría que da su dolorosa experiencia.
Para Soh Horie y Sadae Kasaoka, su mensaje al G-7 y Rusia es claro: «Por favor, detengan la guerra».
«Esta cumbre es una gran oportunidad para advertir de lo terribles que son las armas nucleares»