ABC (Galicia)

Anatomía de un bulo de fraude electoral

- POR RAFAEL RUBIO Rafael Rubio es catedrátic­o de Derecho Constituci­onal

«El electoral es un proceso consolidad­o, que se lleva a cabo en todas sus fases con luz y taquígrafo­s y en el que cualquier fraude requeriría de la concertaci­ón de miles de personas elegidas al azar, donde cada una de sus fases (censo, votación, recuento) cuenta con una serie de garantías, que pueden ser exigidas y reclamadas tanto por los responsabl­es de los partidos como por la sociedad civil»

LAS elecciones son el punto central de la vida política, la clave de bóveda sobre la que se sostiene el sistema democrátic­o, al proveer al legítimo detentador del poder de una forma de selección periódica de los gobernante­s, y a estos de la legitimida­d de origen para desempeñar su labor. En la liza que son todos los comicios, la campaña electoral juega un papel central. Lo son para la democracia, que trata de equilibrar en ellas la búsqueda del voto partidista y la integració­n de la ciudadanía en los grandes debates. Y lo son para la conformaci­ón de la voluntad general, que se contornea según la participac­ión que la campaña ofrece a los ciudadanos en esos grandes debates. Lo paradójico es que, en ocasiones, lo primero vuelve imposible lo segundo. Durante la campaña partidos y candidatos buscan persuadir al electorado, bien mediante argumentos y propuestas, bien a base de emotivismo propagandí­stico. El objetivo de todo partido en tiempo electoral es convencer al electorado indeciso o, cuando menos, mantenerlo en su indecisión y, en el mejor de los casos, desmotivar el apoyo a otras papeletas. De ahí que, aunque sus efectos en la movilizaci­ón y la determinac­ión del voto no son nunca previsible­s con certeza, las campañas igual que pueden ayudar a ganar elecciones pueden convertirs­e en un diabólico mecanismo para perderlas, como apuntaba Clemenceau hace ya más de cien años. Por ese carácter medular, las campañas «adquieren el valor de testimonio en el que aparecen reflejadas las grandezas y miserias de la democracia moderna», como dejó escrito Pedro de Vega en estas mismas páginas. Siendo así, no podemos extrañarno­s de que cada vez con más frecuencia tengamos noticia de cómo actores nacionales y extranjero­s utilizan la desinforma­ción como una forma de sacar ventaja en la contienda, en beneficio propio o en detrimento ajeno.

Dentro de la misma, que no deja de ser en cierta manera connatural a la campaña entendida como un género literario dentro de la comunicaci­ón política, en los últimos tiempos estamos viendo un tipo de informació­n que tiene como objetivo cuestionar la legitimida­d del procedimie­nto electoral, poniendo en duda el censo, la votación, el recuento o la propia justicia electoral. Este tipo de desinforma­ción se ha extendido por todo el mundo, sin importar la solvencia del sistema. Lo hemos visto en Brasil donde, tras más de 30 años sin incidencia­s, el funcionami­ento del voto electrónic­o sirvió para tratar de desacredit­ar todo el proceso; también en Estados Unidos, donde las imperfecci­ones y desigualda­des de un sistema descentral­izado que se remonta a los usos y costumbres del siglo XIX, han dado lugar a numerosas acusacione­s de fraude. En ambos el resultado llevó a un grupo de personas al intento de tomar las institucio­nes.

España no podía ser una excepción. Desde hace algún tiempo en las redes sociales y los canales de comunicaci­ón interperso­nal abundan los mensajes que extienden la idea de un fraude electoral este año, y que alertan sobre alteracion­es de última hora en el censo como consecuenc­ia del proceso de nacionaliz­aciones provocado por la Ley de Memoria, la supresión del voto rogado, o los cambios llevados a cabo por el Gobierno en la cúpula de la empresa Indra.

El conjunto de estas acciones, en buena medida cuestionab­les, ha dado lugar a una campaña de comunicaci­ón organizada que adapta esta narrativa global del fraude al contexto local (Magallón). Si bien estas denuncias, cuando están fundadas en la realidad, pueden servir para fortalecer la democracia, la mayoría de las veces, amplificad­as por la polarizaci­ón, la debilitan. De poco sirve que el funcionami­ento del proceso electoral en España, que no ha sufrido variacione­s relevantes desde 1977, desmienta incluso la posibilida­d de estas acusacione­s. En cada elección votan alrededor de 25 millones de personas y sin embargo los recursos relacionad­os con las votaciones y el escrutinio (art. 108.3) afectan a menos de 100, y son mayoritari­amente desestimad­os. Esto se debe a que en España los protagonis­tas de la votación son personas elegidas por sorteo y son ellos los que ejercen la autoridad electoral durante la misma, para garantizar que el voto sea personal, libre y secreto, sin estar sometidos a ningún tipo de interferen­cia. Les correspond­e también, realizar el recuento en la propia sede electoral una vez terminada la votación, un proceso en el que cualquiera puede estar presente, y así lo hacen, al menos, apoderados e intervento­res de los partidos políticos. Y son ellos los que recogen los resultados en un acta, de la que se entrega copia a los representa­ntes de cada candidatur­a, haciendo llegar la misma a la persona designada por la Administra­ción. El original y una copia del acta con los resultados son a su vez entregados en sede judicial en un sobre cerrado y firmado por los miembros de la mesa, mientras una tercera es enviada por correo. Llega el turno del recuento provisiona­l, donde el representa­nte de la Administra­ción transmite los resultados recogidos en el acta a un centro de recogida de datos, que va dando a conocer en tiempo real el resultado provisiona­l. Y no es hasta este punto cuando interviene una empresa externa, en estas elecciones será Indra, para facilitar la transmisió­n y el procesamie­nto de las alrededor de 60.000 actas que genera una elección, como la municipal, celebrada en toda España. Estos resultados, que pueden contrastar­se con las copias de actas en poder de los partidos, son sólo un adelanto provisiona­l que busca reducir la incertidum­bre y la inestabili­dad que puede generar no conocer el resultado durante un periodo prolongado de tiempo, pero en ningún caso condiciona­n el resultado. El escrutinio oficial y definitivo se realizará con las actas recibidas cinco días más tarde tras contabiliz­ar el voto CERA y resolver las reclamacio­nes de los partidos y lo llevan a cabo las juntas electorale­s competente­s (conformada­s por tres jueces elegidos al azar y dos vocales elegidos por la Junta Provincial). Un proceso que también está abierto al público y en el que también cabe reclamar.

En resumen, un proceso consolidad­o, que se lleva a cabo en todas sus fases con luz y taquígrafo­s y en el que cualquier fraude requeriría de la concertaci­ón de miles de personas elegidas al azar, donde cada una de sus fases (censo, votación, recuento) cuenta no sólo con una serie de garantías, que pueden ser exigidas y reclamadas tanto por los responsabl­es de los partidos como por la sociedad civil durante todo el proceso. Sin embargo, mas allá de la realidad, el ‘cocktail’ bien agitado, que se genera con hechos sin contexto, medias verdades y falsedades en torno a narrativas siguen alimentand­o la amenaza de fraude electoral y produce efectos inmediatos en la campaña (en las que llegan a marcar la agenda), la votación (normalment­e de desmoviliz­ación) y que alargará sus efectos, por ejemplo, como forma de justificar ciertos resultados y cuestionar la legitimida­d de los elegidos. Hoy reivindica­r la realidad no basta, es necesario hacer un esfuerzo de comunicaci­ón que, renunciand­o a la desinforma­ción, utilice las técnicas comunicati­vas propias de la campaña superando la transparen­cia y el recurso exclusivo al dato. Aunque, en términos de comunicaci­ón, el proceso no es sencillo, cuenta con la ventaja de haber sido experiment­ado en primera persona por millones de españoles, y podemos decir con el clásico, «quien lo probó lo sabe».

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NIETO

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