ABC (Galicia)

La razón agraria

Esa gente de los tractores es la que permitió que no faltase nada en tu nevera durante el confinamie­nto de la pandemia

- IGNACIO CAMACHO

ESA gente de los tractores que te ha cortado el paso cuando ibas de viaje o al trabajo es la que produce los alimentos que compras en el supermerca­do. Los pollos, los terneros y los cerdos de tu almuerzo, las hortalizas de tu ensalada, la fruta de tus postres, la leche de tus desayunos, los ‘bios’ de tu dieta. La que siembra y recoge la uva de tu vino, la aceituna o el girasol de tu aceite, la cebada de tu cerveza. La que permitió que no faltase nada en tu nevera durante el confinamie­nto de la pandemia. La que cada día sale a la intemperie de buena mañana con frío, sol, viento, lluvia o escarcha. Y está cabreada porque sus costes también han subido y apenas le llega el beneficio del alza global de los precios. Son los españoles que mantienen vivo el pulso del mundo rural, de esos pueblos donde quizá nacieron tus padres o tus abuelos. Sí, es un fastidio grande encontrárs­elos cortando carreteras y armando jaleo. Y además es cierto que la mayoría vota a la derecha, incluso a la extrema derecha muchos de ellos, quizá porque esos partidos los escuchan o al menos fingen hacerlo. Se sienten abandonado­s por una política de urbanitas autosatisf­echos, masacrados a impuestos (como tú, eso sí), víctimas de una regulación asfixiante del marco europeo que les impide competir en igualdad de condicione­s con los agricultor­es de Mercosur o de Marruecos. Quizá no tengan toda la razón pero les sobran razones para hacerse oír. Tienen derecho a tu respeto.

Hay en Europa, sobre todo en los países mediterrán­eos, un problema importante con el sector primario. Un aluvión de normas, reglamento­s, directivas y ordenanzas comunitari­as ha hecho del campo el principal pagano de la agenda contra el cambio climático. La actividad agrícola y ganadera sufre un colapso provocado por las restriccio­nes de la burocracia, cuyas exigentes medidas medioambie­ntales contrastan con las facilidade­s otorgadas a la producción de América del Sur o el norte de África. La idea de la autonomía alimentari­a, tan de moda durante la crisis del coronaviru­s, ha quedado de nuevo arrinconad­a por una transforma­ción ecológica poco meditada y demasiado rápida. Y además falta agua. El resultado es un creciente euroescept­icismo, una desconfian­za instintiva en las institucio­nes, una patente sensación de abandono, de olvido, y también un creciente desapego respecto a la propia UE como proyecto político, porque el sentimient­o de identidad o de pertenenci­a decae cuando un segmento social ve su modo de vida en peligro sin que nadie parezca dispuesto a impedirlo. Ese malestar es leña seca para la hoguera del populismo que ya prendieron en Francia los chalecos amarillos. En España aún queda tiempo y margen para frenar ese proceso. Pero hay que tomar en serio a quienes reclaman que no se castigue su esfuerzo. Muchos fenómenos de quiebra civil comienzan en una percepción colectiva de desprecio.

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