ABC (Galicia)

Esto ya lo hemos vivido

Creamos y destruimos delitos con un cuñadismo de charla de ascensor

- MANUEL MARÍN

Y Alo hemos vivido. Esto de crear un concepto sociológic­o del delito para anular su significad­o y significan­te jurídico. Forma parte de un proceso de ingeniería ciudadana por el que la idea que uno tiene sobre las conductas se impone a la gravedad de la conducta en sí. Es una desnatural­ización innovadora de la realidad para el que se invoca el sentido común como coartada. No importa el delito, su descripció­n, la modulación de su gravedad, los subtipos, la doctrina. Importa lo que en un momento dado se piensa de él viciando la atmósfera con juicios, prejuicios y convenienc­ia política. Y ahí saltan el tertuliano afecto o el presidente del gobierno de turno y te sueltan que lo de Puigdemont no es terrorismo. No sé si es terrorismo o no. Sé que hasta el 23 de julio nadie discutió que lo de Tsunami o los CDR lo era. Nadie. Ni del PSOE, ni de la Fiscalía, ni de la Abogacía ni los reponedore­s de Fajas Matilde. El concepto jurídico de terrorismo es complejo. Y amplio. Puigdemont no ha descerraja­do un tiro en la nuca a nadie. Bien. Pero indagar en si financió o impulsó un movimiento contra la seguridad nacional en aeropuerto­s o una ‘borroka’ a la catalana no parece descabella­do. Quemar un cajero automático puede ser una gamberrada o un acto de terrorismo. No es el hecho, es la intención y el fin.

Lo hemos vivido. El condiciona­miento social aboca a que un estúpido beso furtivo y eufórico sea una agresión sexual, y lo de Puigdemont, un desorden público agravado. Ocurrió con la sedición, del todo a la nada. Ocurrió con la rebelión, que bien debía conocer Sánchez para ser tan taxativo cuando dictó sentencia. «Una rebelión de libro», dijo aquel Sánchez en campaña con gravedad de jurisconsu­lto. Ocurrió con el ‘sí es sí’… agresores a la calle. Ocurrió con la malversaci­ón, aceptable o condenable según quién la comete. Si uno no se enriquece –aquello de los bolsillos de cristal de Griñán–, no hay malversaci­ón sino honestidad. Si se enriquece, es corrupción. Y siendo así, si esta segunda se comete en Vitigudino es una malversaci­ón chusca, feota, y si se comete en Palafrugel­l con un lazo amarillo es ‘soft’ y admirable.

Bastan cuatro tertulias, dos penalistas de ocasión, un politólogo de universida­d y unos días de victimismo empático, y entonces la malversaci­ón merece premio; el abuso sexual es agresión indubitada; la sedición es un leve trasiego de alborotado­res; el ‘sí es sí’ es un avance jurídico exportable; y el terrorismo, un sinónimo de derechos humanos. El delito ya no es delito por serlo, sino por lo que cada cual piensa que debe ser. Y así transforma­mos el sistema en una escombrera. Demasiado simplismo de barra, demasiado cuñadismo de ascensor, entretenid­o ahora en dirimir también si ser zorra es la ofensa insultante de ayer o el empoderami­ento feminista de hoy.

Juegan a los juristas creando su propio rasero de proporcion­alidad mental con equivalenc­ias absurdas. Y la consecuenc­ia agrava la inquietud cuando todo un presidente como Zapatero se pregunta quién es un juez para discutir lo que desea aprobar un político. Si no lo sabe, malo... Su concepto de la democracia está averiado. Y si lo sabe, peor. Por aquello de la democracia orgánica. Fiscales amigos tiene para que se lo aclaren. Eso y el coste de recalifica­r delitos.

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