Juguemos al teatro
Texto: Calderón de la Barca. Versión y dirección: Ana Zamora. Asesor de verso: Vicente Fuentes. Arreglos y dirección musical: Miguel Ángel López y María Alejandra Saturno. Vestuario: Deborah Macías. Escenografía: Cecilia Molano y David Faraco. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Coreografía: Javier García Ávila. Intérpretes: Miguel Ángel Amor, Mikel Arostegui, Alfonso Barreno, Alba Fresno, Inés González, Paula Iwasaki, Alejandro Pau e Isabel Zamora. Teatro de la Comedia, Madrid «Un juego palaciego en el que el Barroco se descubre a sí mismo a través de un Medievo soñado por el Renacimiento». Así se refiere Ana Zamora a ‘El castillo de Lindabridis’, la obra calderoniana con la que la directora –último premio Nacional de Teatro– aborda por primera vez nuestro Siglo de Oro, después de transitar –junto a su compañía, Nao d’Amores, y con notable éxito– por el repertorio medieval y renacentista.
‘El castillo de Lindabridis’ es un texto poco conocido de Calderón, estrenado en 1661 y basado en una novela de caballerías publicada un siglo antes. Lindabridis es una princesa que quiere hallar a un caballero que derrote a su hermano Meridián para casarse con él y convertirse en Reina de Tartaria. Calderón traza una imaginativa aventura que lleva hasta Babilonia y en la que aparecen caballeros, un fauno, una mujer disfrazada de hombre e incluso un castillo volador. Una fantasía contada a través de un lenguaje efusivo y elocuente, evocador y exuberante en ocasiones, y con gran riqueza de formas métricas y recursos literarios.
Ana Zamora convierte ‘El castillo de Lindabridis’ en un juego teatral entretenidísimo; palabra y música se van trenzando en un fascinante ejercicio de adecuación estilística ‘marca de la casa’. Es la suya una puesta en escena artesana, casi ‘colegial’ en su apariencia, pero muy rigurosa –la selección musical de Miguel Ángel López y María Alejandra Saturno es buena prueba de ello–; llega al Siglo de Oro desde su experiencia con el teatro anterior a esa época y rescata su esencialidad, su sencillez, su inconsciencia incluso. Una escenografía casi de juguete que se construye y se oculta como un mecano y un vestuario lleno de sugerencias le ayudan a levantar este espectáculo en el que sería injusto no subrayar el trabajo de los actores, y especialmente el de Paula Iwasaki, que parece que nació hablando en verso.