ABC (Galicia)

«QUEREMOS SER AGRICULTOR­ES Y NO NOS DEJAN»

Tres generacion­es de labradores relatan la evolución del campo español, donde hoy se produce para exportar, con tecnología punta, pero bajo el yugo de una burocracia asfixiante. «Si no hubieran vaciado los pueblos, no habría que llenarlos», lamentan

- Por HELENA E ISABEL

ngel Domingo (padre) ha hecho de todo en el campo. «Desde que era así», dice levantando la mano a la altura del pecho. «Y ya toda la vida. No he hecho otra cosa. Pero todo ha cambiado mucho, yo hoy no podría ser agricultor». A sus 82 años, todavía recuerda la época en la que segaba a mano y el que tenía dos mulas era rico. Recogía la aceituna en cestas y le pagaban por lo que entregaba al dueño del olivar. Nada que ver con las cosechador­as y las máquinas vibradoras y los tendales que usan su hijo Ángel (50) y su nieto Javier (22). Él es la cuarta generación de esta saga de madrileños que hoy vive del campo por pura devoción, ya no por obligación, como en la posguerra. Trabajan casi 300 hectáreas de olivos (casi un centenar propias) en Valdaracet­e, un pequeño municipio situado entre la cuenca del Tajo y la del Tajuña que tiene más en común con la vecina Castilla-La Mancha que con las ciudades dormitorio que rodean la capital.

Antes, en el pueblo se plantaba mucho cereal. «Por la noche las eras parecían una verbena», recuerda con cariño el abuelo Ángel, ya jubilado. Era la época en la que el trigo «se vendía al gobierno» y este fijaba los precios. Actualment­e esas colinas están más desnudas, prima el olivo y algo de almendro y pistacho, el cultivo de moda en latitudes más bajas. Gran parte de la oliva se convertirá en aceite que disfrutará­n en mesas de medio mundo.

El mayor de los Domingo empezó como jornalero, luego fue tractorist­a y, como el dueño le dejaba sembrar algo, empezó a expandir el negocio a base de trabajar de sol a sol, sábados y domingos incluidos. Antes de jubilarse, ya se había hecho con más de un tractor, pero fue el hijo quien más invirtió en maquinaria para empresa familiar. Hoy, en su nave de Valaracete, hay media decena de vehículos, entre tractores, cosechador­as, vibradoras... «Ahora hay que hacer mucha inversión. Antes con un aparato de 3.000 o 4.000 euros lo tenías, y ahora cualquier máquina cuesta 250.000 euros. Mi hijo me dijo en la pandemia que no quería estudiar y desde entonces trabaja conmigo. Y gracias a que ha comenzado con el negocio montado, porque para cualquier otro joven estos gastos son inviables», relata Ángel hijo. Como Javier, aunque su generación ya empezaba a huir del campo a las ciu

A la izqda., tres generacion­es de los Domingo, que actualment­e trabajan 300 ha. de olivo. Arriba, los Ortega, que tienen una explotació­n de secano y regadío en Honrubia de Cerrato (Palencia)// quierdas, a enseñarte cómo se maneja el cultivo», apunta. «Ahora hay una ley que nos obliga a podar el olivo antes del 31 de marzo. ¡Si terminamos de recoger aceituna el 1 de marzo! Escamujar en enero o febrero es dejar el árbol desnudo», zanja.

Si seguimos por este camino, asume Ángel, ve el futuro difícil para la generación de Javier y las que vienen detrás. «Los de mi edad no quiere venir al campo y, entre los mayores, muchos dicen que tienen paro y no les hace falta. Al final hay que tirar de gente de fuera», señala el veinteañer­o. «Se habla de la España vacía, pero no habría que llenarla si no la hubieran dejado vaciarse. Es mejor mantener el medio rural, preocupars­e por él, que tener que dar subvencion­es para recuperarl­o», añade su padre.

En la vieja Castilla

«Queremos ser agricultor­es y no nos dejan. Vivir dignamente de nuestra explotació­n. No hacernos ricos». De una forma tan sencilla, pero cargada con tanta complejida­d detrás, resume Ángel Ortega su petición. Segunda generación viva de trabajador­es del campo, con una explotació­n de regadío y secano en la que siembran cereales, girasol, berzas, remolacha... Estos días ha salido a la calle para reclamar precisamen­te eso, que una profesión que para ellos es más que un trabajo sea viable y mínimament­e rentable. Y es que al sacar la calculador­a no siempre salen las cuentas y «a más de uno, le da pérdidas». Su padre, Ángel también, de 83 años, ha dejado hace poco de manejar el tractor, pero no de subirse a él para admirar las tierras de Honrubia de Cerrato (Palencia) a las que ha dedicado «toda la vida», como antes su padre, su abuelo... Y ahora también su nieto, Álvaro, de 33, parte de esa nueva generación que se ha ido incorporan­do a un sector cuya esencia, producir materias primas, no ha cambiado, aunque sí la forma de hacerlo. Y no sólo por la mecanizaci­ón (todavía recuerda cuando, al volver de la mili, su padre compró el primer tractor, un Massey), sino sobre todo por la burocracia. Es su cruz, penan. «Hay días que echo más horas con los papeles que con el tractor», señala Álvaro, mientras su abuelo resopla y eleva la mirada sólo de pensarlo. «¡Es una vergüenza!», dice.

Autónomos, no pueden trabajar con libertad. Lamentan el exceso de ‘jefes’ urbanitas que «nos obligan a sembrar lo que ellos quieren, los porcentaje­s, lo que dejar de barbecho, cuándo hacerlo... Te dicen todo». Programar una campaña es un auténtico sudoku que cada año eleva su nivel de complejida­d, apunta Ángel, que a sus 55 años ha pasado por todas las fases, ahora adentrados en una «digitaliza­ción» que impone la PAC y que no sólo choca con un sector que de media ronda los 60 años, sino también con un medio rural donde «ni hay internet y muchas zonas sin cobertura», remarca Álvaro, quien tras acabar el instituto, hizo un grado superior de Capacitaci­ón Agrícola y después Ingeniería Agrícola. Para él no es un problema manejarse en la red. «Se legisla con total desconocim­iento desde los despachos de Bruselas, donde hay muchos que no sabrían distinguir el trigo de la cebada», se queja, mientras su padre y su hijo asienten con la cabeza.

Y luego están los precios, el principal problema, dicen. «Nos fijan el de venta y de compra», censuran, y los costes «han subido que es un disparate». Pero lo que reciben no lo ha hecho, ni de lejos, en igual medida. Todavía recuerda el abuelo Ángel aquel trigo panificabl­e que hace más de sesenta años se lo llegaron a pagar «a 33 pesetas el kilo (unos 20 céntimos); ahora la tonelada está a 200 euros». Aunque requería de mayor esfuerzo físico, «proporcion­almente, era más rentable antes, porque los ‘imputs’ eran menores», lamenta Ángel. «Antes para producir gastabas uno, y ahora, cien», subraya Álvaro. «Nunca pensé que la cotización en Nueva York iba a afectar al cereal en Palencia», reconoce, el veterano de la familia. «No queremos ayudas. Queremos precios justos», inciden los dos que ahora están en activo, que no conciben que se reciban pagos por dejar de cultivar, que se prime igual a quien tiene otra actividad o ya se jubiló, y que las «compensaci­ones» de la PAC en el campo no se reflejen en las tiendas. «Se dispara el precio en el mercado y nosotros ni lo vemos».

Por no hablar de la «competenci­a desleal» de otros países donde además de una mano de obra más barata, la normativa no es más laxa. No acaban de entender el misterio de los transgénic­os, que en la Unión Europea «no producimos, pero sí compramos, y los comemos en la carne con que se alimentan los animales o directamen­te».

Las protestas actuales, señala el profesor García Azcárate, en parte el resultado de una nueva revolución que ha llegado de la mano de la digitaliza­ción: «El gran debate es como conseguir que la agricultur­a 4.0 no deje de lado a la clase media agrícola. En España hay unas 800.000 explotacio­nes agrarias y unas 600.000 reciben ayudas de la PAC. Hay que ver cómo podrían participar estas últimas de esta revolución para generar valor añadido», declara este economista, que asume que no se puede rejuvenece­r el campo ni imponer la agricultur­a verde «si las explotacio­nes están en números rojos».

Quizás por eso, de momento, el amor a la tierra es todavía algo que «se lleva en la sangre». «Si volviera a nacer, volvería a ser agricultor», declaran los tres Ortega. «Pero igual que te digo todos los impediment­os, nos queda la libertad de estar donde queremos. Esto no es un negocio, que también, sino un estilo de vida», defiende Álvaro, que unos días pasa una hora en el tractor y otros dieciocho, con los pinares, laderas, bosques y montes como oficina. «Es lo que has visto, mamado, y quieres continuar en ello a pesar de todas las inclemenci­as, papeleo y tiempo».

EL GRAN DEBATE ACTUAL ES CÓMO LOGRAR QUE LA DIGITALIZA­CIÓN NO DEJE ATRÁS A LA CLASE MEDIA AGRÍCOLA, ASEGURAN LOS ECONOMISTA­S

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DOS SAGAS QUE VIVEN DE LA TIERRA

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