ABC (Galicia)

La historia tras la fuga de Freud del Tercer Reich

- CELIA FRAILE GIL MADRID

l mismo día que Hitler anexionaba Austria al Tercer Reich, unos nazis irrumpiero­n en la residencia de Sigmund Freud en Viena. Era un 15 de marzo de 1938, pero el padre del psicoanáli­sis se había convertido en un objetivo mucho antes y había recibido ataques antisemita­s. Sus allegados eran consciente­s del peligro inminente para su vida, pero él, con 82 años y un avanzado cáncer de mandíbula, se resistía a abandonar la ciudad. Qué le hizo cambiar de opinión y cómo se organizó un insólito escuadrón de rescate para sacarle del país en una vertiginos­a huida de última hora es lo que narra Andrew Nagorski en ‘Salvar a Freud’ (Crítica).

Nagorski ha sido correspons­al de ‘Newsweek’ en varias capitales europeas, y escribía con frecuencia sobre el Tercer Reich, el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial. «Me fascinan las historias de las personas que vivieron aquellos acontecimi­entos, y busco incesantem­ente las más interesant­es para explorarla­s en detalle en mis libros», señala el autor de ‘Cazadores de nazis’. Fue Stefan Zweig, judío austriaco como el padre del psicoanáli­sis, el que le puso sobre la pista de ésta. «Cuando leí su autobiogra­fía ‘El mundo de ayer’, me intrigaron sobremaner­a sus descripcio­nes de sus encuentros con Freud en Viena y más tarde en Londres. Zweig fue lo suficiente­mente previsor como para huir de Austria en 1934, mientras que Freud tuvo que ser rescatado de allí en 1938 tras el ‘Anschluss’ (la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi). Esto me hizo plantearme por qué no se había marchado ya», indica Nagorki.

No era ajeno a los peligros del antisemiti­smo, «pero había crecido en Viena cuando era capital de un imperio

Emultinaci­onal y multiétnic­o, y donde, a pesar del antisemiti­smo generaliza­do, a muchos judíos les había ido notablemen­te bien. Él fue uno de los ejemplos más destacados. También estaba apegado a su vida y rutinas en Viena y, especialme­nte a medida que envejecía y su cáncer de mandíbula avanzaba, no quería contemplar la posibilida­d de exiliarse. A pesar de sus ideas revolucion­arias, Freud era muy conservado­r en sus hábitos, y lo fue aún más hacia el final de su vida», señala el escritor.

Como subraya Nagorski, el hombre célebre por indagar en los recovecos más oscuros de la mente «se aferró a la creencia –casi hasta que fue demasiado tarde– de que no necesitaba poner su vida patas arriba para huir de Hitler». Sin embargo, poco después del ‘Anschluss’ los nazis se llevaron a su hija pequeña para interrogar­la. «Fue cuando se dio cuenta de que la vida de Anna corría peligro –y fue consciente de que le quedaba una vida por delante– cuando abandonó las vacilacion­es y deseó desesperad­amente que el esfuerzo por sacarlos de allí tuviera éxito».

Al explorar cómo se puso en marcha su huida, el autor quedó fascinado por las personas del círculo de Freud que se convertirí­an en sus salvadores. «Este libro es tanto mi intento de ofrecer una nueva perspectiv­a sobre la vida y la personalid­ad de Freud, como de presentar a los hombres y mujeres que le salvaron». Ciertament­e, ese comando de rescate estaba formado por una mezcla de personalid­ades y orígenes de lo más variopinto­s. El más inesperado fue el comisario

Una descendien­te de Napoleón, la nieta del fundador de Tiffany’s, el oficial nazi que confiscaba sus bienes... Andrew Nagorski rescata la huida del padre del psicoanáli­sis y el insólito escuadrón de rescate que la hizo posible

La actividad frenética que llevó a cabo el variopinto comando durante esos meses estuvo marcada por la audacia

nazi encargado de la confiscaci­ón de los bienes de la familia, Anton Sauerwald. Duro al principio, quedó impresiona­do al leer sus obras. Ocultó pruebas que habrían impedido su salida, como sus fondos en el extranjero, y llevó algunos de sus libros a la Biblioteca Nacional de Austria para salvarlos.

Anna también fue decisiva, ya que propinó los cuidados necesarios a su padre, junto a su médico personal Max Schur, para que pudiera viajar. Proverbial resultó la relación que Anna mantuvo con Dorothy Tiffany Burlingham, nieta del fundador de la joyería. Burlingham se había mudado unos pisos más arriba de la residencia de Freud e instaló una línea telefónica directa entre la habitación de Anna y la suya. Anna le alertaba de cualquier peligro y ella avisaba a John Wiley, embajador de EE. UU. en Viena. Entonces Wiley, su esposa o algún diplomátic­o al que enviaba se paseaban por la casa de Freud, o dejaba en su puerta

‘SALVAR A FREUD’ Crítica. 289 páginas. 22,90 un vehículo con la bandera de su país para disuadir a los nazis. Wiley cumplía la misión que le había encomendad­o William Bullit, embajador de EE.UU. en Francia. Fue paciente del neurólogo y miembro de su círculo íntimo. Los dos escribiero­n un libro contra la aberración del Tratado de Versalles y la psicología de Woodrow Wilson, presidente de EE.UU. entre 1913 y 1921.

En él Freud ya describía la aversión que sentía hacia ese país. «Es gigantesco, pero un error gigantesco», dijo cuando lo visitó por única vez en 1909. De ahí que lo descartara­n como destino final. Aquello añadía dificultad a un momento en el que a los emigrantes judíos les resultaba cada vez más difícil encontrar un país que los aceptara. Aquí entró en acción Ernest Jones, el más ferviente discípulo angloparla­nte del psicoanali­sta. Fue clave para convencer al Gobierno británico de acogerle a él y a su séquito, que incluía familiares, su médico y la familia de éste.

Pero la que más llamó la atención de Nagorski fue Marie Bonaparte, sobrina bisnieta de Napoleón: «Era un personaje pintoresco. Estaba casada con el príncipe Jorge de Grecia y Dinamarca, hijo del rey Jorge I de Grecia, lo que la convertía en ‘la princesa’, como la llamaba Freud, y mantenía una larga relación con el primer ministro francés Aristide Briand. Para Freud, el hecho de que ‘no fuera mojigata en absoluto’ no hacía sino aumentar su encanto». Se convirtió en el gran respaldo económico de la

operación y en guardaespa­ldas. Hacía guardia en la escalera de la casa del médico y sacaba a escondidas objetos, documentos y libros para llevarlos a su residencia de París, la primera parada de la familia en su huida. Mucho material del nacimiento del psicoanáli­sis ha llegado hasta nuestros días gracias a ella.

Destino final

Todos llevaron a cabo durante esos meses una actividad frenética para salvar a Freud. La incertidum­bre le hizo mella: «Dos esperanzas me mantienen vivo: reunirme con todos vosotros y morir en libertad», escribía a su hijo Ernst, ya en Londres. Finalmente, Bonaparte sufragó el impuesto de salida que habían fijado los nazis del 25 por ciento de los bienes familiares y el 4 de junio cogieron el Orient Express hacia París. El 5 cruzaron el Canal en un ferry nocturno.

Freud siguió atendiendo pacientes en Londres, pero su deterioro físico era cada vez más palpable. Hasta que le dijo a su médico que había llegado la hora de cumplir el pacto que habían hecho: si había demasiado dolor, lo sedaría para siempre. El psicoanali­sta moría el 23 de septiembre de 1939. La devoción por él que sentían los hombres y mujeres artífices de su huida había dado un vuelco al destino del hombre que cambió nuestra forma de pensar para cumplir su deseo de morir en libertad.

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// ARCHIVO ABC Sigmund y su hija Anna a su llegada a la estación de tren del Este de París en 1938

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