¿Y si la absoluta siempre estuvo ahí pero nadie la vio?
Con lo que no va a comulgar una amplia mayoría de ciudadanos es con la visión de Galicia del BNG
La creencia de muchos –entre los que me incluyo– era que, en el caso de que el PP renovase la mayoría absoluta, sería de manera apurada y casi como el equipo que pide la hora al árbitro para que pite el final del partido, porque el rival lo acorrala en su área. Había cierta demoscopia que avalaba esta lectura del triunfo ‘in extremis’. Otra le daba a Alfonso Rueda el partido por perdido. Y otra, a la que se prefirió no creer, nunca tuvo dudas de cuál sería el resultado. El 18F le dio la razón. Sin embargo, la victoria del PP este domingo exhibe una holgura con la que nadie contaba.
No sufrió, movilizó a su electorado y acreditó una resistencia en el ámbito rural –como si valiese menos que el de otros– pero también su músculo en entornos urbanos, con porcentajes oscilantes entre el 45% (La Coruña, Santiago, Ferrol, Pontevedra) y el 50% (Lugo). Rueda revalidó los 700.000 votantes de Feijóo el 23J, y sumó más que PSOE y BNG, los otros dos partidos con representación. La pregunta es si el PP siempre contó con este grado de respaldo, con independencia del ruido que rodeó a la campaña –que si el ‘modelo Sánchez’, que si el debate regulero de Rueda, que si la supuesta amnistía e indultos de Feijóo, etc.– pero el fantasma de lo sucedido en las generales de julio creó una bruma que impedía verlo, o que nos hacía resistentes a creer en ello.
Lo cierto es que las sensaciones internas en la maquinaria popular no fueron malas en ningún momento, pero no por ello se acallaron las suspicacias, la desconfianza, una cautela sublimada hasta el extremo, secuestrada por la ansiedad de quien no tiene margen de error. Un partido movilizado, desde su candidato hasta el último concejal del territorio, pasando por alcaldes y cargos orgánicos, que han vuelto a demostrar la potencia de una red electoral al alcance de muy pocas organizaciones. Ellos reportaban que todo iba bien, y que el reclamo para agitar a los suyos era el adecuado: el rechazo al BNG.
Fue esa –y no otra– la motivación de miles de gallegos para elegir la papeleta de Alfonso Rueda. Seguramente muchos podrían comprar el diagnóstico de Ana Pontón sobre las ineficacias en los servicios públicos y algunas de sus recetas para atajarlas, pero con lo que no van a comulgar nunca es que, aparejadas a las posibles soluciones, haya una agenda soberanista que pretenda convertir a Galicia en algo que no es. Esto, por simple que parezca, es la clave de todo.
Las del domingo fueron unas elecciones en las que el voto favorable al cambio chocó contra un muro, el del rechazo abierto frente a las pretensiones de un nacionalismo vestido con piel de cordero. Y esa realidad seguirá funcionando así mientras el PP mantenga un discurso moderado que impida que la oposición recupere la clave izquierda-derecha, y seguramente hasta que el PSOE se reconstruya y sea percibido de manera creíble como un freno a las pulsiones más ideológicas del BNG. Para que llegue ese momento, tiene que ser la fuerza hegemónica en la izquierda. Ya lo dijo Pedro Sánchez en campaña: «Solo un PSOE fuerte garantiza el cambio». Ahora no tiene ni una cosa ni la otra.
Al PP le costó encontrar el mensaje de su campaña. Lo intentó con Cataluña, y pinchó en hueso. Se le vio un tanto perdido incluso en el debate de la TVG, hasta que identificó a su auténtico adversario: el nacionalismo. Si tu proyecto es difícilmente ilusionante porque llevas quince años gobernando, al menos que tampoco lo sea el de tu alternativa. Rueda y su equipo se aplicaron en esta tarea, y en la recta final de la campaña sí fueron capaces de desplegar algunas promesas atractivas –como las matrículas gratuitas para la universidad, las nuevas rebajas fiscales o el suelo industrial a coste cero–, pero sobre todo atacaron con vehemencia al Bloque. La táctica funcionó.
Lo que no quita para reconocer que el BNG realizó una muy buena campaña. El producto político que el nacionalismo puso en circulación para este 18F empezó a fabricarse y moldearse el día después de las elecciones de 2020. Un trabajo de cuatro años, muy estudiado y detallado, de blanqueamiento de la candidata, de búsqueda de la transversalidad ideológica, de ocultación de los postulados más espinosos, en el que Pontón también ha trabajado como la que más, dando pasos hacia una suerte de centralidad, no siempre entendida por los muy cafeteros de su organización.
La portavoz nacional puede estar orgullosa de la campaña desarrollada y de los resultados obtenidos, porque –y coincido con ella– podemos estar ante un cambio de ciclo en la izquierda, donde la depresión del PSdeG dure lo suficiente para que el tirón nacionalista se note en otras convocatorias electorales. Probablemente el BNG no pueda hacer más en Galicia para extender su base, porque lo siguiente sería ir a llamar a la puerta de los galleguistas/regionalistas de corte conservador que habitan en el Partido Popular. Y es muy difícil que el Bloque amplíe tanto su espectro ideológico como para alcanzar a la derecha, por light que sea.
La tercera pata de la ecuación es el PSdeG-PSOE. La impresión es que José Ramón Gómez Besteiro ha sido el timonel de un barco que se ha adentrado en una tormenta perfecta, y el naufragio ha sido el esperado. La autocrítica no debe limitarse a «los resultados son malos sin paliativos», sino que tiene que extenderse a una campaña ininteligible e inexplicable, que ha orillado el discurso gallego para hacer de palmero del Gobierno de España. Mal diseñada, peor desarrollada, con una estrategia desastrosa que desaprovechó las prestaciones de un candidato que mejoraba al anterior en mucho, y que sin embargo ahora tiene que aguantar lecciones de los que estaban antes. Ver para creer.
El elector progresista ha castigado muchas cosas. La primera, la marca, arrasada en su credibilidad por el inquilino de la Moncloa y sus vaivenes con los independentistas de todo color y pelaje con tal de seguir al frente del Gobierno. La segunda, la cobardía a la hora de plantarle cara al BNG, conformándose con ser su muleta para respaldar una Xunta nacionalista, un extremo que muchos votantes socialistas de toda la vida no entienden ni aceptan. La tercera, un candidato que llegó tarde a la primera línea tras demasiados años en el ostracismo. Le quedan cuatro años difíciles a Besteiro por delante si, como parece, su próximo reto es aspirar a la secretaría xeral del PSdeG que abandonó hace nueve años.
Unas notas finales para dos fracasos anunciados. Sumar no tenía espacio en 2020, y no lo encontró este 18F. Menos aún con una candidata de último minuto, poco eficaz en el Congreso y sin punch. Luego lo de Vox, que siguen sin entender a Galicia, y así les va. Hablaríamos de Democracia Ourensana, pero esto es una columna política, no humorística. Un escaño, oigan.
Besteiro ha sido el timonel de un barco que se ha adentrado en una tormenta perfecta. El naufragio ha sido el esperado