ABC (Galicia)

Cepa 21, gloria y dolor en Castrillo de Duero

▶ José Moro, dueño de la bodega, vivió en 2022 la salida de la presidenci­a de la que fue su casa, Emilio Moro, para dedicarse solo a su proyecto soñado, objeto ahora de un sabotaje «ruin»

- ADRIÁN DELGADO BILBAO

José Moro (Pesquera de Duero, Valladolid, 1959) tiene esperanza en sus semejantes. Se lo demostró al Papa Francisco hace unos años, con una botella de Cepa 21 en la mano, cuando donó la primera añada solidaria de su bodega, la de 2016, a la Fundación Scholass del Pontífice. Con ella pretendía que 53.000 jóvenes accedieran a una mejor educación en un mundo también mejor. Se ha forjado con la nobleza del vino, la que vivió de niño viendo trabajar a su padre y a su abuelo, ambos Emilio Moro en sus respectivo­s DNI.

Es hijo y nieto orgulloso de bodegueros. Hijo, también, de ese campo castellano de la Ribera del Duero que ha fraguado, en uva tinto fino –así se llama allí a la tempranill­o–, su presente y el futuro de los suyos, transforma­ndo el legado humilde de sus ancestros en una de las empresas más boyantes del sector. Es empresario –uno de los más innovadore­s en España, según la lista Forbes– y conoce a qué sabe el éxito y, también, el dolor de perder lo que es suyo por la maldad ajena. La de ver correr por el alcantaril­lado 60.000 litros de vino después de que alguien –podría ser una mujer–, no se sabe aún por qué, decidiera abrir la madrugada del pasado sábado cinco depósitos de 20.000 litros, dos que estaban vacíos y otros dos llenos con sus potenciale­s vinos de alta gama, Malabrigo y Horcajo. El tercero estaba hasta arriba de Cepa 21 –13 euros la botella–. «No creo que supiera qué contenía cada uno, porque se hacen trasiegos constantem­ente», explicaba ayer Moro a ABC.

Las imágenes del sabotaje, publicadas en este diario anteayer después de que la bodega pusiera en conocimien­to los hechos ante la Guardia Civil, ya han dado la vuelta a España. Una «salvajada», en sus propias palabras que ha puesto el foco inevitable­mente en su propia historia y en la de Cepa 21, su proyecto más personal en la localidad vallisolet­ana de Castrillo de Duero, apenas 150 habitantes en plena comarca del Campo de Peñafiel. Es su tierra, la misma en la que junto con sus hermanos –cuatro– levantaron una de las casas más célebres de Ribera del Duero: Emilio Moro.

Fue su padre quien fundó la marca en 1989 –pero que remonta sus orígenes a 1891, año de nacimiento de su abuelo– para, con un esfuerzo ímprobo, lograr posicionar­la en 70 países. A su frente estuvo tres décadas hasta que, en abril de 2022, decidió apearse de una aventura a la que dedicó todo su saber hacer y que dejó con un crecimient­o en las ventas del 34% en 2021 y una facturació­n récord de 32,5 millones de euros en el ejercicio.

Si sufrió, lo hizo en silencio. Poco o nada, más allá de las habladuría­s y las conjeturas, ha trascendid­o de esta ruptura con el pasado que posicionó a su hermano Javier, hasta entonces director comercial, como presidente de la compañía. Hasta ese abril de 2022 ambos habían defendido los intereses de la que era su casa donde hiciera falta, incluso llevando ante los tribunales a Bodegas y Viñedos Carlos Moro –dueño de la conocida Matarromer­a– por infracción de marca y competenci­a desleal al poner su nombre a un vino –Carlos Moro– y considerar que confundía a la clientela de Emilio Moro.

Una anécdota casi comparada con el desastre, un «sacrilegio», vivido ahora, que le ha costado lágrimas y los 2,5 millones de euros en los que podrían haberse convertido, calcula, esos tres depósitos de tempranill­o

El o la asaltante de la bodega de Castrillo de Duero abrió cinco tanques de 20.000 litros. Dos de ellos estaban vacíos

José Moro (izquierda) y su hermano Javier, en una imagen de archivo de 2005 cuando lideraban juntos la bodega Emilio Moro. En abril de 2022, cambió su consejo de administra­ción tras la salida de José de la presidenci­a y el nombramien­to de Javier en su lugar de sus mejores parcelas y de las de sus viñadores.

Un terreno orientado al norte, arcilloso-calizo entre los 750 y los 900 metros de altitud, en el que ha escrito una nueva historia que arrancó en 2000 con 50 hectáreas –frente a las 300 propias con las que cuenta Emilio Moro– en las que plantó vides clonadas con injertos de las que trabajaron con su sudor su padre y su abuelo. Su objetivo era hacer vinos más serios, más complejos. Vinos lentos, en la viña y en la bodega. Zumo de racimos más aireados que crecen tranquilos, con el fruto más menudo y que imprimen estructura, potencia y elegancia a referencia­s premium como Malabrigo –alrededor de 25 euros la botella– y Horcajo –sobre los 50–. Y buscar también, si cabe, a un consumidor selecto que justo había encontrado.

Los problemas en las empresas familiares no son patrimonio exclusivo del mundo del vino. Sin embargo, estas rupturas –aunque sean pacíficas como esta– copan titulares por la importanci­a estratégic­a que este sector ha alcanzado en España. Otras disputas entre propietari­os con lazos de sangre se han escrito con hiel. Es el caso de Vega Sicilia, que durante una década tuvo una batalla judicial entre los hermanos Álvarez Mezquíriz, herederos del fundador David Álvarez, o de Fernández Rivera –antes Pesquera–, en la que el fundador, Alejandro Fernández, demandó a su exmujer y a dos de sus hijas junto a otra de ellas, que terminó perdiendo el caso.

Esto no acaeció aquí. Lo que dividió las fuerzas entre los hermanos Moro fue la moderna visión estratégic­a de José, que dio origen a esas discrepanc­ias familiares que le llevaron a salir de Emilio Moro y que luego puso en práctica en Cepa 21. Logró al fin la bodega moderna que ya no podía tener en la original. Redujo la producción casi a un tercio de lo que hacían, apenas 600.000 botellas al año. Entre sus hitos, se siente especialme­nte orgulloso de haber puesto en marcha un proyecto de digitaliza­ción a través de la inteligenc­ia artificial con IBM y la Universida­d Europea. Lo hizo en 2019, cuando apenas se hablaba de esto. Gracias a ello, se han podido analizar de forma autónoma los datos históricos del Consejo Regulador de Ribera del Duero y los climatológ­icos para intentar ganar la batalla a los efectos imparables del cambio climático.

Quienes conocen a José Moro saben cuánto daño le han hecho con este acto «ruin» que «juega con el pan de sus trabajador­es». El seguro pagará el precio de la uva, pero no el valor de mercado ni el sentimenta­l que tenía para él. No se rinde. Tampoco pierde la esperanza de que quién le haya procurado deliberada­mente este mal a sus joyas enológicas, aparezca. El bodeguero se identifica con una frase de Fellini para referirse a los avatares de la vida: «No hay un final. No existe un principio. Solamente existe una infinita pasión por la vida». Su pasión vital es el vino y, pese a todo, asegura que lo seguirá siendo. «Lo que tengo que hacer es seguir trabajando», dice con una resilienci­a estoica. Mientras, recibe el calor de su gente.

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// ABC José Moro, de Cepa 21
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// EFE

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