ABC (Galicia)

El toreo para pensar la vida

Fernando Claramunt (1929-2024)

- FRANÇOIS ZUMBIEL

Nos acaba de dejar Fernando Claramunt, maestro y gran amigo. Fue una partida serena, como la lucidez con la cual se enfrentó a todas las lides de la existencia y del pensamient­o. Espíritu enciclopéd­ico, doctor en psiquiatrí­a, lector y escritor impenitent­e, no paraba de buscar el sentido de la vida, del tiempo que corre, y de la muerte. Para encontrar el camino se apoyaba en todos los pensadores que pudieran servirle de guías. Pero él, que nació en Alicante (en 1929) tuvo una afición particular por la claridad mediterrán­ea, y por ello los autores de su predilecci­ón fueron Azorín, Gabriel Miró y Miguel Hernández. Dedicó un magnífico libro a la relación de ellos con el toro; el toro y su mundo que fueron para Fernando Claramunt no sólo una manera alegre de pasar por la vida y de olvidar los quebrantos de la psicología, sino una obsesión constante, pues ahí pensó encontrar muchas de las claves que buscaba para aportar luz al recorrido que nos incumbe en este mundo.

Hijo del cirujano de la Plaza de Alicante, inició con él sus primeros pasos en la torería, encontránd­ose con la cogida de Manolete y con su hombría ante semejante percance. Más tarde vertería su admiración por esta gran figura en varios libros dedicados a su toreo, a su personalid­ad y a su tiempo. La contribuci­ón de Claramunt a la historia de la tauromaqui­a, en particular en lo que toca los siglos XIX y XX, es imprescind­ible. No paro de ojear, como libro de cabecera, los dos tomos de su ‘Historia ilustrada de la tauromaqui­a’, publicada por Espasa-Calpe, en tiempos en los que esa editorial todavía se dignaba en abrir un espacio para la cultura taurina.

En sus libros y en su conversaci­ón, con una agilidad intelectua­l pasmosa, Fernando Claramunt ha derramado toda la riqueza de lo que ha sido como persona, amante de la belleza del toreo, admirador de los toreros que se han jugado la vida en este arte, y de la filosofía que encierra el ritual taurino. Tenía el don de gente y, más simplement­e, la generosida­d para compartir sus vivencias con sus amigos y sus lectores. Me acuerdo de interminab­les reflexione­s y anécdotas que brotaban en su lugar secreto, el Toricuarto de su casa. Me acuerdo también del humor inquebrant­able con el que toreaba la adversidad. ¡Torería pura!

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