ABC (Galicia)

EL RENTABLE NEGOCIO DE HABLAR MAL DE ESPAÑA

Los museos dedicados a los episodios supuestame­nte más tenebrosos de la historia hispánica mantienen viva la llama no de la Inquisició­n, sino de todos los mitos y bulos que rodean a este tribunal que los investigad­ores han situado en su contexto sin que e

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Esqueletos de plástico enjaulados, hierros oxidados e imágenes horripilan­tes tratan de amedrentar a las visitas escolares, un público habitual en los numerosos museos dedicados a la inquisició­n y los métodos de tortura que pueblan la geografía española. Los hay en Granada, Toledo, Santillana del Mar (Cantabria), Ronda (Málaga) o en Garganta la Olla (Cáceres), entre otros. Allí, los escolares de visita y los turistas más lúgubres pueden ver objetos de tortura usados supuestame­nte por la malvada y terrible Inquisició­n española, como la doncella de hierro (un sarcófago con pinchos donde se introducía al reo y salía zumo de hereje…), la cuna de Judas (una pirámide de madera puntiaguda sobre la que sentaban incómodame­nte al torturado) o la pera vaginal (el nombre deja lugar a pocas explicacio­nes). Una visita la mar de divertida, pero más falsa que un duro sevillano o un billete de treinta euros.

La gran mayoría de objetos de tortura que se atribuyen en estos museos locales a la inquisició­n medieval, y en especial a la española, pertenecen a la historia ficción. En el mejor de los casos son fruto de la lasciva imaginació­n victoriana, que en el siglo XIX quiso dibujar a la Edad Media y sus ecos oscuros (en esta categoría entraría España) como el periodo más violento y fanático de la humanidad. No dudaron para ello en difundir bulos o en crear objetos tan literarios como el cinturón de castidad, del que no existen pruebas de que alguna vez fuera usado en la historia. «La mayoría son creaciones fantasiosa­s, teatreras, del siglo

XIX y XX para la gente que le gusta regodearse con el dolor ajeno. Es el gusto por lo macabro y lo morboso. Servirán para señalar a la Iglesia como una institució­n malvada y sangrienta», explica la investigad­ora Consuelo Sanz de Bremond, que junto a Javier Traité ha publicado recienteme­nte la obra ‘El olor de la Edad Media’ (Ático de los libros) y mantiene una incansable lucha en redes sociales contra las falsedades del pasado.

Como recuerda Sanz de Bremond, muchos de los objetos de tortura que se exhiben en redes sociales haciéndolo­s pasar por medievales o sacados de la España imperial pertenecen a la famosa colección privada de Fernand Meyssonnie­r, último verdugo de la Argelia francesa, que «los obtuvo de charlatane­s y en algún que otro mercadillo». Un ejemplo de ello es el llamado ‘aplasta manos’, un instrument­o que el historiado­r Lucio Martínez Pereda, especializ­ado en la represión franquista en la Guerra Civil y nada sospechoso de no ser un activista, describió en su Twitter como un objeto «inventado en el siglo XV por sacerdotes cristianos para fracturar los dedos y las manos de científico­s, artistas pintores y escultores acusados de herejía». Para ilustrar la imagen usó, cómo no, una pieza de la colección de Meyssonnie­r y una explicació­n que ningún historiado­r que ha investigad­o el periodo podría respaldar. La inquisició­n, desde ciertas ideologías, ocupa el olimpo de los mitos y resiste cualquier intento de contextual­ización.

La verdad contra la ficción

Los últimos grandes trabajos sobre la Inquisició­n, entre ellos los de los hispanista­s Henry Kamen o Geoffrey Parker, no solo han rebajado sus cifras de condenados a muerte, sino que ponen en cuestión el impacto histórico de este tribunal establecid­o en España durante la época de los Reyes Católicos para combatir los focos judaizante­s. «La Inquisició­n evidenteme­nte tenía un papel importante en los cuatro siglos de su existencia, pero aquel papel era bastante menos decisivo de lo que se piensa. Ahora se sabe, gracias a las investigac­iones de historiado­res de nuestra época, que hay que estudiar el tribunal dentro de su contexto, para poder comprender correctame­nte su papel y su impacto», señala a ABC el propio Kamen, para quien, «hasta hoy en día, buena cantidad de libros sobre la Inquisició­n no se basan en investigac­ión de documentos originales», sino en obras de ficción.

Existe todavía una enorme distancia entre el Santo Oficio histórico y la imagen popular que vende la literatura, los museos de lo tenebroso o las películas, empezando por los métodos de tortura de este tribunal, que estaban limitados a solo tres: el «potro» (correas que se iban apretando), la «toca» (paño empapado que se introducía en la boca y sobre la nariz) y la «garrucha» (colgar al reo de las muñecas con las manos atadas arriba o incluso a la espalda). El resto es fantasía o, peor, propaganda. El Santo Oficio recurría a la tortura en escasas ocasiones (se calcula menos del 2% de los casos) y siempre bajo supervisió­n de un inquisidor que tenía orden de evitar daños permanente­s y que registraba escrupulos­amente cada palabra, gemido y exclamació­n proferidas por las víctimas. Además, las confesione­s obtenidas durante el tormento no eran válidas por sí mismas y debían ser ratificada­s, fuera de él, en las veinticuat­ro horas siguientes por el reo. Todo ello hacía

que este tribunal fuera, en contraste con la propia justicia civil de España o del resto de Europa, uno de los que ofrecía mayores garantías procesales en su tiempo.

No obstante, los turistas que viajan a España en busca de los vestigios de uno de los lugares más peculiares y exóticos de Europa no quieren saber cómo era la verdaderam­ente Inquisició­n española, sino reafirmars­e en la imagen oscura que Voltaire, Francisco de Goya, los novelistas decimonóni­cos, Dostoievsk­i en ‘Los hermanos Karamázov’, Ridley Scott en ‘1492: la conquista del paraíso’ o los Monty Python en su famosa parodia ‘No one expects the Spanish Inquisitio­n’, entre otros muchos, han construido sobre un país que no tiene problema en sacarle beneficio a su mala fama. En Madrid, una empresa de turismo se encarga de realizar recorridos guiados por los lugares «vinculados a la Inquisició­n, a saber: la sede del Tribunal, la cárcel, los autos de fe o los quemaderos». La visita privada dura dos horas, a pesar de los pocos vestigios que quedan en la capital, está disponible mañana y tarde todos los días del año y cuesta 80 euros para dos personas.

«Todo lo relacionad­o con esta institució­n vende. Atrae la imagen terrorífic­a que sobre ella han creado películas y novelas. Pienso que la gente que acude a estos parques temáticos

A la izquierda, la silla de aguja del Inquisidor que se encuentra en un museo de Mallorca. Arriba, ‘Mártir del Fanatismo’, de José de Brito, y ‘Auto de fe de la Inquisició­n’ de Francisco de Goya

(abajo)

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