Raras entre las raras: enfermedades que arrasan el ecosistema familiar
▶ Estas patologías poco frecuentes repercuten de forma muy acusada en los padres, los hermanos, el colegio...
Carlota, enferma de Syngap1, no tuvo el diagnóstico de su enfermedad rara hasta que no cumplió 11 años. «Íbamos viendo que había algo, pero no le poníamos el nombre. Empezó a manifestarse poco a poco, con cierto retraso motor, luego madurativo, después nos dimos cuenta de que no aparecía el habla… Fue progresivo. Durante un tiempo no lo quieres ver, te agarras a un clavo ardiendo… Aquello quizá nos hizo asimilar poco a poco la enfermedad de la niña pero eso no quita para que haya un punto de inflexión, un momento en el que se te cae el mundo encima», reconoce su padre, Gonzalo Bermejo, presidente de la Asociación Syngap1 España.
El diagnóstico
Es verdad también, apunta este hombre, autor del libro ‘Cómo aprender de la discapacidad de tu hijo’, que cada familia lo vive de una manera, pero creo que «todos pasamos por ese punto de inflexión en el que te das cuenta de que tu hijo tiene una enfermedad grave y que vas por un camino distinto al de los demás».
Por este motivo Bermejo considera que es necesario «hacer hincapié en que no se retrasen tanto los diagnósticos, porque cuanto más precoz sean, mejor en relación a tratamientos y al bienestar emocional de la familia, un aspecto que puede salir resentido de una vivencia de estas características. Y te diría que es más importante lo segundo que lo primero».
El hecho de tener diagnóstico, afirma este progenitor, que se ha formado como ‘coach’ para padres de niños con discapacidad, «puede no cambiar mucho el curso de la enfermedad pero en nuestro caso sí modificó nuestra manera de enfocarla. El hecho de ponerle nombre, que puedas encontrar a otras familias que estén viviendo lo mismo, que un médico te pueda explicar porqué ocurren ciertas cosas, te ayuda a obtener respuestas a multitud de dudas que te surgen». A su juicio, cambia la manera de vivir la enfermedad. «Dependerá de cada familia. A mí me transmitió tranquilidad y me ayudó a cerrar una etapa. Depende de cómo te lo quieras tomar tú. Siempre tienes la opción de decir: ‘¡qué desgraciado soy!’, ‘¡Mi hija tiene esta enfermedad rara!’, y elegir ejercer un rol pasivo o de victimismo u optar a un rol más activo, ver qué puedes hacer, buscar a más familias, asociarte, ver cómo colaborar, ayudar… Y poner el foco intentar buscar una cura para tu hijo aunque en el fondo, siendo objetivos, ya lleguemos tarde para los nuestros. A mí me gusta pensar que estamos construyendo y poniendo los primeros cimientos para que otras familias se puedan beneficiar de esto. Si quieres, puedes cambiar a bien. Tienes algo por lo que luchar. Como un punto de esperanza».
A Irene Jiménez, madre de cinco hijos, tres de ellos con hemofilia, la enfermedad no le pilló por sorpresa. «En mi familia había varios casos, un tío y un primo mío la tenían. Por lo tanto, me hice las pruebas antes de casarme y lo teníamos muy presente antes de los embarazos. Sabíamos a qué nos enfrentábamos y la doctora nos tranquilizó mucho. Hoy en día la esperanza de vida de estos enfermos ha mejorado muchísimo».
La adolescencia
Sus tres hijos, de hecho, están tratados desde que nacieron. Esto no quita que los menores no sufran las implicaciones psicológicas de padecer una enfermedad rara como esta. «El pequeño todavía tiene dos años y no es consciente, pero los otros dos están en plena adolescencia y eso complica algo las cosas. Con este diagnóstico no se recomiendan los deportes de contacto ni de rebote articular, por lo que han tenido que tener mucho cuidado en practicar sólo determinado tipo de ejercicio (natación, ciclismo…)», explica esta madre, que forma parte de la Asociación AsheMadrid.
Socialmente es donde más dificultades han aparecido, reconoce. «A nivel psicológico hay uno de los chicos que sí está sufriendo un poco de aislamiento en los patios del colegio porque sabe que no puede jugar al fútbol. En mi casa hemos tenido que dejar de ver partidos en la televisión, por ejemplo». Tanto él como su hermana salen poco. Porque «mi hija –aclara Irene–, no sólo es portadora, también padece de hemofilia. Antes no se sabía que las mujeres podían sufrirla, era algo que estaba como oculto. Padecerla le afecta incluso más, porque las menstruaciones son difíciles. Se queda supercansada. Lo lleva fatal». Curiosamente, no le asusta ser madre. Es más, recalca esta mujer, «ella quiere tener una familia numerosa como la nuestra, es superniñera, le encantaría».
No sabría decir si estamos ya con la generación X, la Y o la Z; sólo sé que yo soy una ‘boomer’ y eso me convierte casi en algo ‘vintage’. Así funciona su cabeza. Los adolescentes miran hacia delante, sin ver el futuro o sin preocuparse por éste, pero siempre anhelando lo que vendrá ya, ahora.
Parece que lo pasado, pasado está y, por el hecho de haber pasado, carece de valor. Y ellos extrapolan este ‘sentir’ a todo lo que les rodea.
El tiempo es la herramienta educativa que tenemos los padres en nuestras manos. El tiempo que les hagamos esperar para obtener una respuesta, el tiempo que tardemos en responderles a una llamada, el tiempo que tardemos en leer su mensaje de WhatsApp o el tiempo que pasemos con ellos sentados en la mesa. Ese tiempo maravilloso podemos conseguir que transcurra con más tranquilidad de la que ellos casi pueden soportar. Paciencia, escucha, espera, tranquilidad, sosiego, calma... Todo esto es lo que nosotros les enseñamos alargándoles su presente, para que, de esta forma, ellos aprendan a frustrarse y a no conseguir todo en ese mismo instante.
La adolescencia se describe como un periodo de decisiones arriesgadas. Esto se debe, en parte, al hecho de que es el periodo en el que los adolescentes empiezan a experimentar con conductas más imprudentes. La toma de decisiones en adolescentes no tiene en cuenta las consecuencias, ya que para ellos el presente es algo efímero y en el futuro se ven como invulnerables y las consecuencias siempre positivas. Todo tiempo compartido con un adolescente es una lucha.
Ellos lo quieren todo ya y los ‘boomers’ estamos casi en la obligación de hacerles esperar. Lo divertido es conseguir que nosotros gestionemos el tiempo, su tiempo, y ganemos la batalla. Y, así, día tras día, podremos ver cómo el adolescente nervioso, alterado y, a veces, desquiciado, se va tornando en una persona que empieza a apreciar los momentos que vive, saboreándolos y tomando conciencia de lo vivido. Al final, con tiempo, después de todo nuestro trabajo como padres, veremos que sólo hace falta sentarse a esperar.
PROFESORA DE PSICOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD CEU SAN PABLO