«Un hijo del hambre como yo en lo único que pensaba era en ganarse la vida»
El viaje como fórmula de vida forma parte intrínseca del cocinero, a mitad de camino entre Denia, donde tiene el tres estrellas que lleva su nombre; Valencia, donde ostenta dos en El Poblet; y Madrid –y, a veces, Londres, donde se empeñó beligerantemente en enseñar a los ingleses a comer paella en Arros QD–. Su habitación siempre está lista en este buque insignia de la cadena Mandarin Oriental en España en el que dirige todos sus espacios gastronómicos. Ha forjado 12 conceptos entre los que están Llisa Negra y Vuelve Carolina en la capital del Turia. Aquel «hijo del hambre» de 14 años que emprendió una huida hacia delante jamás pensó que un cinco estrellas sería, también, su casa.
Fue Mari ‘La Severa’ y Antonio,
su marido, quienes hicieron posible que Quique ahorrara las 1.700 pesetas –recogiendo frutos rojos en sus tierras– con las que pagó el billete de autobús a ese mar Mediterráneo que lo cambió todo. Allí fue lavaplatos e, incluso, fontanero nueve meses. Aquellos amigos de su abuela –a quien guarda en el teléfono con el sobrenombre de ‘mamá Mari’– escribieron el capítulo de una historia que rompe los esquemas para triunfar hoy en la gastronomía. —Quisiste tener un restaurante antes de ser cocinero.
—Un hijo del hambre como yo en lo único que pensaba era en ganarse la vida. Cuando llegué al Mediterráneo vi que la gente pasaba a los restaurantes, pagaba y se piraba. Y si lo hacías bien encima volvían. Mi padre era agricultor y cuando me preguntaba por qué quería ser cocinero le decía que si llovía, al menos, no me mojaba.
—Pero algún chaparrón has soportado.
—En 2008 compré su parte al que era mi socio en El Poblet y me quedé el restaurante [hoy Quique Dacosta] en el que empecé siendo un crío y terminé siendo jefe de cocina. Pasé de hacer dinero a meterme en un crédito de 1,5 millones de euros, a sostener las cuentas con la mitad de los clientes. Pero en ningún momento la intención artística de lo que hacíamos flojeó. No hubo medias tintas. No tenía para llevarme un plato de lentejas a casa. Dos días antes de ir a la gala Michelin en la que nos dieron la tercera estrella le di las llaves del restaurante a
mi asesor. Si no nos la llegan a dar no hubiéramos podido seguir. Tuve que ir con la guía en la mano a pedir crédito.
—¿Y aun así seguías pensando en esa intención artística? —Sí. Si no me hubiera dedicado a abrir un restaurante con bailarines entre las mesas, pero habría sido defraudarme a mí mismo. El día que me falte la creatividad me quedará el oficio, mis grandes platos, que como legado son importantes. —Te enteraste de que ibas a recibir la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes conduciendo y casi no te lo creías. —Me tuve que parar en una rotonda para asimilarlo. —Terminaste el graduado escolar y en lo demás has sido autodidacta.
—He leído muchísimo. De pintura, de arquitectura, obviamente de cocina... No me podía pagar una escuela como tal. Decidí ganarme la vida en Denia y poner en práctica lo que leía. —No pasaste de becario por ninguna gran casa.
—Desde muy pronto tuve que asumir responsabilidades.
Dacosta vive entre su tres estrellas de Denia; sus tres locales en la capital del Turia; Deessa –dos estrellas, en el Ritz de Madrid–; y Arros QD, en Londres
Cuando me pude ir ya era jefe de cocina. La primera vez que viajé a París, Rafael García Santos fue a comer a El Poblet y ni me nombró en su artículo. En la foto salió el propietario con chaquetilla. Si te movías en aquella época perdías la silla. —De aquel primer contacto con un restaurante, ¿qué aprendiste?
—Que todo lo que se hacía mal cuando yo llegué, puesto en un papel, era lo que tenía que cambiar si quería tener éxito. Empezando por cómo se recibe al personal, cómo se le debe tutelar y explicar el funcionamiento de un restaurante, sin fallarle a nadie. Allí se compraba una suerte de pescado congelado sin piel ni cabeza que hacía las veces de bacalao, de merluza, de lubina... Para un autodidacta como yo todo eso eran aprendizajes. Porque lo que yo veía en los libros no se parecía para nada a la realidad.
—¿Qué libro tienes ahora sobre la mesita de noche? —Estoy leyendo el libro que probablemente no me acabe, pero yo soy así. La obra completa de Velázquez y ‘Les dîners de Gala’, de Dalí, ambas editadas por Taschen. Y ‘Los cítricos. Un viaje a través de la historia y del arte’ que ha escrito Salvador Zaragoza y editado por la fundación de Vicente Todolí. —¿Encuentras inspiración culinaria en la pintura?
—Sí. Hay mucho de lo que nutrirse, que me vale y que me aporta en mi proceso creativo. —¿La cocina es o no un arte? Hay colegas de peso como Albert Adrià que lo han negado. —No todas las artes fueron reconocidas al mismo tiempo. Puedo entender que si nos anclamos a los códigos que definen el arte desde una perspectiva clásica, la cocina se queda fuera. Aquello de que si tiene una utilidad, ya no lo es. Pero si su primera definición es la expresión, yo consigo comunicarme a través de lo que pongo en mi soporte natural, que es un trozo de porcelana. Para mí cumple con el principio de lo que es una disciplina artística. —Tu ‘arte’ no permite parones como los que puede tener un pintor o un escritor, ¿no? —No quiero autodevorarme. Si me impongo la tarea de crear un centenar de platos al año me estoy metiendo tal presión que en una década acabo con mi carrera. Sí es cierto que, si lo nuevo no supera a lo del año anterior, mejor dejar lo que estaba. —¿Un ejemplo?
—Ya he entendido que la mejor gamba roja que he creado en mi vida es la hervida en agua de mar. Y he hecho más de veinte recetas con ella.
—¿Todo lo que se pone en un plato es arte?
—No. Como tampoco lo es todo lo que se ponga en un cuadro. No todo el que canta es un artista, porque yo canto en la ducha y ya te digo que en eso no lo soy. Pero estoy totalmente convencido de que hay cocineros y cocineras que hacen arte. —Reproducible y efímero. —La reproducción es la parte productiva del negocio, pero ¿y el primer plato que creé? La obra de arte no puede serlo solo mientras dure. Puedes coger un Picasso y quemarlo. No hay nada más efímero que el trazo en el aire de una bailarina. —Si Piero Manzoni metió lo que metió en un bote, ¿tus arroces en lata no merecerían más estar en el MoMA? —[Risas]. Ha habido artistas que han hecho obras, performances con alimentos. ¿Por qué eso se ha considerado arte antes que lo que se puede hacer con esos mismos ingredientes en un plato? Pero de todas formas, que lo que yo haga lleve debajo el ‘claim’ de «arte» no es un factor calificador.
—Pero ese arte, en tu caso, debe satisfacer una expectativa para ser rentable, ¿no?
—Se puede hacer arte con productos de mala calidad, con desechos, con basura. Algo que no podría permitirme como cocinero. Podría decir que me parece suficiente con que la cocina se llame ‘cocina’, pero considero que hay colegas que hacen arte y que cumplen con roles más trascendentes que los que han podido tener otros en sus respectivas disciplinas.
—¿El arte como herramienta? —Debe serlo de reivindicación, de protesta, de llamada de atención, de desacuerdo con movimientos que se perpetúan. Y la cocina ya lo está haciendo. —¿Cómo te has reivindicado? —Ya lo estoy haciendo al decir todo esto. Pero, por ejemplo, he puesto en el plato, ante el cliente para que se lo comiera, el equivalente a la cantidad de plástico [una representación comestible] que ha tirado, sin darse cuenta, al mar. Eran cinco minutos de reflexión en mitad de un menú degustación. —Habría reacciones variopintas a la provocación.
—Como cocinero estoy programado para que las cosas gusten. Y el plato estaba rico. —¿Tu plato más complejo? —Uno de ellos es con el que representé la trágica muerte de mi hermano –‘Huevo entre cenizas’, se llamaba–. Su vida en tres cucharadas. Era algo amargo,
La cultura del arroz
Sensibilidad artística