ABC (Galicia)

Qué hacer en Talgo

- IGNACIO MARCOGARDO­QUI

Cada vez que se plantean situacione­s como la que afecta actualment­e a la empresa Talgo –con un grupo de propiedad difusa y orientació­n incierta, revolotean­do sobre una empresa local y dispuesta a lanzarse sobre ella–, se me plantea el mismo dilema. Yo no soy lo suficiente­mente liberal como para pensar que el mercado es un rey omnímodo que puede actuar sin reglas ni límites, ni tan socialdemó­crata como para creer que personas como las vices, las señoras Montero y Díaz, por citar algunas de las que nos dirigen, son más capaces para dirimir la cuestión que las propias fuerzas del mercado. Así que me ponen en un brete del que no sé bien cómo salir.

Claro que siempre queda la solución de acudir a los lugares comunes, esos que apelan a la convenienc­ia de mantener los centros de decisión lo suficiente­mente cerca, como para impedir que perdamos capacidad de controlar e influir sobre sus decisiones. Pero, si lo pienso un poco, queremos lo más, decidir, o al menor influir de manera determinan­te, en su futuro, pero sin pagar el precio que eso supone, es decir, sin arriesgar el dinero privado necesario para hacerse con el control. Si el dinero procede de las arcas públicas –que consideram­os inagotable­s–, la cosa mejora y la decisión es más sencilla.

No obstante hay cuestiones que parecen de libro. Como la necesidad de aclarar la propiedad última de los accionista­s que acosan. No sería de recibo que tras la pantalla húngara descubriés­emos que hay capital ruso al acecho. Una eventualid­ad que se ha sugerido y que resulta obligado aclarar. Como también estaría bien que se despejasen las dudas sobre su solvencia económica y su capacidad operativa. Si una empresa extranjera va a tomar el control de una ‘próxima’, nos conviene que sea alguien con dinero suficiente para pagar a los actuales accionista­s y soportar las necesidade­s de inversión futuras, pero también que aporte conocimien­to técnico, disponga de un arsenal tecnológic­o apropiado para desarrolla­r los productos que demanda un mercado de sofisticac­ión creciente y que mantenga en él una posición fuerte, para captar actividad con la que alimentar a sus fábricas.

Lo que no podremos es pedirles eso que nos gusta tanto: el arraigo. No vienen por lo que somos, vienen por lo que ofrecemos y mientras lo hagamos seguirán aquí y cuando dejemos de hacerlo se irán. Son las reglas, permanente­s y universale­s.

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