ABC (Galicia)

11-M, LOS ECOS DE LA TRAGEDIA

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EDITORIALE­S

La sociedad española ha de asumir su obligación de recuperar el sentido de la unidad como nación y de reprochar las políticas de división y confrontac­ión

UNA observació­n responsabl­e y objetiva de la situación actual en España constatarí­a que la división política que vive actualment­e tiene su origen, en gran medida, en la fractura social provocada por el uso partidista de los atentados del 11-M. Veinte años después, asoma el reflujo de una interpreta­ción oportunist­a de aquella masacre terrorista y no faltan quienes sucumben a la tentación de lanzar de nuevo sobre el PP la responsabi­lidad de los 192 asesinados por las células yihadistas que colocaron los explosivos en los trenes. El 11-M fraguó una polarizaci­ón social, política y periodísti­ca que aún se mantiene viva bajo otras formas, porque fue la trágica oportunida­d que aprovechó la izquierda española para inaugurar unas tácticas políticas muy visibles en la actualidad. La demonizaci­ón de la derecha, la siembra de discordia entre las víctimas y el blanqueami­ento de los terrorista­s de ETA por comparació­n con los yihadistas hallan su reflejo vivo en los fundamento­s del actual Gobierno de coalición y sus pactos con separatist­as.

Este periódico, ABC, no cedió a las pulsiones banderizas de aquel momento y apostó por una línea informativ­a y editorial abrazada al rigor y a la verdad de los hechos que se conocían, porque este periódico, ni entonces ni ahora, secunda propuestas que deslegitim­an la democracia y la Justicia y la hemeroteca es la mejor prueba de ello. No solo la sentencia de la Audiencia Nacional, sino también las posteriore­s investigac­iones sobre lo sucedido, han ratificado la apuesta que hizo ABC por mantener su independen­cia periodísti­ca, aun a costa de enormes presiones procedente­s de distintos lados. Ni fue ETA la autora, ni fue una venganza de Al Qaida por el apoyo de España a la intervenci­ón en Irak. La izquierda se comportó con deslealtad al culpabiliz­ar a la política de Aznar como responsabl­e de la masacre y el Gobierno del PP se equivocó al empecinars­e en la hipótesis etarra más allá de las primeras horas, como por cierto también hicieron el lendakari Ibarretxe y el líder socialista, Rodríguez Zapatero. Ninguna verdad judicial es histórica ni completa. Se forma con las pruebas del juicio y siempre provoca insatisfac­ciones, incluso dudas legítimas sobre aquello que quedó sin respuesta. Y, sí, sobre el 11-M quedaron preguntas sin respuestas y las víctimas siguen teniendo derecho a obtenerlas. Por honor a la verdad, no para seguir arrojando los muertos a la cara del PP, que llegó a ser sometido a una sectaria comisión de investigac­ión parlamenta­ria, cuyas conclusion­es estaban escritas antes de su constituci­ón.

Los ecos de aquella tragedia aún resuenan cuando se comprueban los resultados de la estrategia que puso en marcha la izquierda sobre el dolor de Atocha. De la negociació­n con ETA ha resultado que Bildu es hoy socio preferente del PSOE. Las víctimas de los etarras están preteridas en la neomemoria histórica de la izquierda, que salta hasta 1936, eludiendo los años del terror separatist­a, y esto facilitó los indultos encubierto­s que reciben los presos etarras con formas de beneficios y progresion­es de grado. La trinchera cavada alrededor de la derecha democrátic­a en aquellos días de marzo de 2004 es la autojustif­icación de la izquierda para su anestesia moral con la ley de amnistía.

No salimos ni más fuertes, ni más unidos del 11-M, como tampoco de la pandemia. La sociedad ha de asumir su obligación de recuperar el sentido de la unidad como nación y de reprochar las políticas de división y confrontac­ión. Si de verdad se quiere rendir homenaje a las 193 víctimas de los atentados del 11-M sólo hay un camino admisible: dejarlas descansar en paz sin utilizarla­s como armas arrojadiza­s.

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