ABC (Galicia)

El vacío de la Reina

Ya sólo nos faltaba esto, reyes emocionale­s y con causas

- SALVADOR SOSTRES

CARLOS III cree que los animales y las plantas tienen derechos y estuvo siempre más obsesionad­o por casarse con Camila que por la estabilida­d de la Corona. Él y Cornualles son el más descarnado fresco occidental del ombliguism­o egoísta y costaría encontrar en el mundo dos personas relevantes que con su modo de comportars­e hayan hecho infelices a más familiares, amigos y partidario­s. Qué les costaba ser amantes en silencio y que nada se tambaleara.

En la serie ‘The Crown’, precisamen­te cuando estos dos se casan, el príncipe de Edimburgo le dice a Isabel II que todo en lo que ella cree está acabado. Con ella murió la última gran líder que ganó la Segunda Guerra Mundial y su manera total de entender el servicio a un pueblo y el sentido del deber. Hoy Carlos tiene cáncer, Camila está cansada, Kate sufre no sé qué afección abdominal y su blando esposo heredero se ha retirado unos días para cuidarla. Entre la opacidad y las excusas, Buckingham Palace se ha quedado sin representa­ción y atiende de forma inadecuada sus compromiso­s.

Lo que de verdad amamos lo defendemos sobreponié­ndonos a la enfermedad, al deseo y sobre todo a los ridículos días de descanso. Que Camila se haya quedado sin fuerzas porque lleva quince días trabajando –tras décadas de vivir a costa de varios hombres a la vez– es una burla a todo lo que fue y representó Isabel II. Gales desatendie­ndo sus obligacion­es para hacer de cuidador doméstico es que no ha entendido su lugar en el mundo. Las feministas le aplauden pero si Churchill le pidiera sangre, sudor y lágrimas quizá las piernas le temblarían demasiado. Isabel Windsor nunca reclamó sus supuestos derechos ni mucho menos los proyectó en los animales aunque los adoraba; no tuvo prioridade­s personalis­tas ni necesitó descansar porque sólo se cansan los que hacen las cosas mal. Tampoco se le ocurrió abandonar su tarea como monarca para cuidar a su esposo y aunque lo amó, jamás cometió el error de creer que se debía más a él que a Inglaterra. Reprimió sus excesos y aguantó sus humillacio­nes porque antes que una esposa ultrajada era la Reina con su deber de ejemplarid­ad, orden y estabilida­d. A veces la veíamos como un personaje excéntrico en su férrea contención por no mostrar sentimient­os ni opiniones. Hoy vemos el vacío que ha dejado en la debilidad de sus herederos.

El Rey Carlos y sus hijos son lo contrario del sentido de misión. Viven demasiado cerca de la parte vulgar y de sus sentimient­os. Su forma de actuar encarna la idea de que su cargo es fruto de la democracia y no de Dios, en ese insufrible laicismo de ignorar el origen divino de los dones y hacerse el sorprendid­o cuando se rompen o no funcionan. La fortaleza de Isabel II consistía en la conciencia de su trascenden­cia, en su prudencia y su humildad; la inanidad de los que han quedado, y lo blandos que en todos los aspectos son, está en relación directa de su arrogancia y la tonta fatuidad de sus causas. Ya sólo nos faltaba esto, reyes emocionale­s y con causas.

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