Psiquiatras sin bata blanca ni consulta
Hoy Chelo se ha acicalado un poco más. Se ha pintado los labios y ha ido a la peluquería. Se ha arreglado para su cita con Pedro y Piedad. No es un encuentro entre amigos, pero lo parece. Él es psiquiatra y ella enfermera del Hospital Gregorio Marañón de Madrid y forman parte de una de las unidades de hospitalización a domicilio de salud mental que la sanidad madrileña ha puesto en marcha para reducir los tiempos de ingreso en el hospital, en un intento por humanizar la asistencia como ya se hace en Alemania o Francia.
Cuando Chelo les abre la puerta de su casa, se celebran esos labios rojos y el nuevo corte de pelo «a lo Ana Torroja de Mecano». No es un cumplido sin más, es una buena señal, un síntoma que les ayuda a calibrar el estado de su paciente. Y esta vez la sonrisa y el aspecto cuidado con el que les recibe es una señal que muestra que el tratamiento está funcionando.
Ahora Chelo empieza a parecerse a la joven disfrutona de la que se enamoró su marido José Luis hace más de tres décadas. Antes de que un runrún empezara en su cabeza, antes de que pensara que su vida ya no tenía sentido y decidiera arrojarse por la terraza de un quinto piso. O volviera a intentarlo de nuevo con una sobredosis de pastillas.
Mirar a los ojos
En el salón hay música de fondo y una mesa camilla donde acomodarse junto a la ventana. Allí se sientan Pedro y Piedad con su paciente y su marido, casi como si fueran familia o dos amigos cercanos que han ido de visita a tomar un café. En esta sala no hay batas blancas, ni una mesa de oficina que delimite la distancia física entre médico y paciente. Tampoco ordenadores que sirven como un refugio a los especialistas que prefieren no mirar a los ojos de sus pacientes. O una sala de espera abarrotada esperando al otro lado de la puerta. El mayor lujo es el tiempo. Una hora, dos horas..., el enfermo manda. Aquí no hay prisa y se mira frente a frente y hasta se abraza y se achucha al paciente. Un oasis en una sanidad pública cada vez más tensionada.
Nada más sentarse, la mano de Piedad queda atrapada por la de Chelo o, quizá, es al revés. En realidad no importa. Y así, cogidas de la mano, permanecerán toda la sesión mientras Pedro (el doctor Leganés en el hospital), le pregunta cómo ha ido la semana, si ha salido a la calle, si ha dormido bien o si han vuelto la angustia y los pensamientos obsesivos, esos que tanto cuesta sacar de la cabeza una vez que se instalan.
Otra Medicina
Desde esa mesa camilla el psiquiatra ajusta la medicación, cambia tratamientos o decide si otros especialistas del Gregorio Marañón pueden ayudar a Chelo en su recuperación. Médico y enfermera son su conexión con el hospital y el puente para recibir un tratamiento integral. Es otra forma de ejercer la medicina que, en el caso de la salud mental, logra pequeños milagros.
«Al final acabas estableciendo un
Las unidades de hospitalización a domicilio de salud mental, como las del Gregorio Marañón de Madrid, son un lujo en una sanidad saturada. Sanitarios que abrazan y miran a los ojos de sus pacientes
Chelo Paciente
«Me tiré desde un quinto piso. Lo tenía todo y no podía con la vida. Ahora me siento con ganas de vivir»
Pedro Leganés Psiquiatra
«Estableces un vínculo familiar, sin barreras entre médico y enfermo y sin un tiempo tasado como en el hospital»
Piedad Pérez Enfermera de salud mental
«Lo importante es que los pacientes se sienten apoyados para resolver las dudas y miedos tras un ingreso por salud mental»
vínculo casi familiar. No existen barreras entre médico y enfermo. Los pacientes se relajan, son más sinceros y cuentan cosas que jamás dirían en la consulta o durante el ingreso del hospital. No tienen miedo a poder contar algo que pueda perjudicarles para recibir el alta. Se abren mucho más que si les viéramos en el hospital como a cualquier otro paciente», asegura Pedro Leganés, psiquiatra de Adultos del Hospital Gregorio Marañón y responsable de la hospitalización a domicilio.
Piedad Pérez, la otra pata de este
Pedro Leganés, psiquiatra, se funde en un abrazo con Chelo, su paciente durante la visita domiciliaria Las manos entrelazadas de Chelo y de Piedad, su enfermera Sentados frente a una mesa camilla, durante la sesión en casa de la paciente En el coche, con el que la unidad de hospitalización domiciliaria se desplazan desde el Gregorio
Marañón compromete a hacerse cargo de los cuidados del paciente», explican los profesionales del Gregorio Marañón, un equipo entrenado que ha aprendido a entenderse con una mirada.
Con Chelo no hubo muchas dudas. Era un paciente frágil con un trastorno de ansiedad grave, pero con un cuidador entregado. El apoyo de su marido José Luis «ha sido el 50 por ciento del tratamiento», asegura su médico. José Luis no tarda en devolverle el halago: «Estábamos absolutamente perdidos hasta que llegaron Pedro y Piedad. Han sido cinco años de sufrimiento. Mi mujer no quería vivir y yo no sabía a quién acudir en busca de ayuda», cuenta a ABC, que asiste como testigo a una de las visitas de esta unidad.
José Luis recuerda cómo eran incapaces de salir de un bucle que se repetía casi cada tres meses: una crisis, una visita a urgencias, ingreso en el hospital y entre medias alguna visita de control en el centro de salud mental que, con suerte, se prolongaba durante quince minutos. Le cambia la cara al recordar cómo abría la puerta de su casa con miedo a lo que se pudiera encontrar, pensando que quizá Chelo lo habría vuelto a intentar. «Y cada vez que ingresábamos en el hospital preguntaba si no había nada más que pudiéramos hacer por Chelo. Nunca había respuesta».
En uno de estos ingresos que ya se habían vuelto cotidianos, llegó la propuesta de la hospitalización a domicilio. Pedro y Piedad empezaron a ir a su casa a diario. «Nos dedicaban una hora de su tiempo, les hablabas de tú a tú, nos daban su móvil para que les localizáramos si teníamos alguna duda… No habíamos tenido nunca este tipo de atención tan personalizada», cuenta José Luis.
Hoy Chelo ya es otra Chelo. Aunque el viaje no ha sido fácil. «A veces iba llorando a los tratamientos. He tenido ataques de pánico, otras veces estaba muy nerviosa y hacía gestos repetitivos. O me quedaba sin habla, pero me enseñasteis que solo era ansiedad», dice sonriendo a su médico y enfermera.
No hay magia
Habla con calma y una voz dulce, sin soltar la mano de su enfermera: «Cuando me tiré desde un quinto piso, no podía con la vida. Lo tenía todo y sentía que mi vida estaba vacía, que no hacía feliz a mi marido. Tras cada intento me alegraba de no tener éxito, pero lo volvía a intentar... Ahora, de verdad, me siento con muchas ganas de vivir».
Chelo, la persona que más ha disfrutado y sufrido de la vida –como la define su marido–, ha vuelto a su pasión por el arte. Tiene un proyecto de exposición y empieza a frecuentar las exposiciones de pintura como hacía años. La última, la de Monet, donde se quedó atrapada durante tres horas por la belleza de la obra del pintor francés. Aunque aún no se atreve a ver a sus amigos ni a volver a la casa de Valencia donde decidió abandonarlo todo.
La normalidad también empieza a volver a la vida de José Luis. Por primera vez en cinco años ha salido a comer con sus amigos. Y al volver a casa ha metido la llave en la cerradura, como cualquiera, sin temer por Chelo.
No hay magia, asegura Pedro Leganés: «Hacemos una atención personalizada, probamos tratamientos diferentes y si no funcionan buscamos alternativas con rapidez porque tenemos la ventaja de estar en contacto permanente». «Lo importante es que los pacientes se sientan apoyados. Nuestra ventaja es que somos perseverantes y no tiramos la toalla con facilidad», sonríe Piedad.