Canción de hielo y fango
Aún recuerdo un Real Valladolid-Lugo que me tocó sufrir en Zorrilla. El campo estaba completamente blanco, pero no por la nieve. La nieve no deja de tener un punto populista, como de cuento de princesas Disney y de mercado de Navidad de la Baja Sajonia, de esos que reparten vino caliente y herejías. En Zorrilla no hay nada de eso, créanme. No hay nieve ni bucolismo en un partido de Segunda División. Eso es otra cosa y la niebla aquel miércoles de enero era tan densa que se había congelado en el campo, creando una capa blanca y dura como el fondo de un congelador estropeado. El árbitro sacó un balón de color naranja fluorescente para que pudiera distinguirse entre el blanco oscuro del hielo y el blanco deslumbrante de los focos rebotando en la bruma. El partido, por supuesto, acabó empate a cero y no llegó a pasar nada en noventa minutos, como si estuviera dentro de una novela de Onetti. Les aseguro que pasarse dos horas a cinco grados bajo cero, sin ver nada por culpa de un humo detrás del cual tampoco pasaba nada fue, sin duda, la experiencia más extrema de mi vida.
La sesión de este miércoles en el Congreso ha sido la segunda. A un terreno de juego congelado unan el barro, un barro especial que trasciende el binomio tierra-agua para incorporar heces, residuos y jirones de lana perdidos por el ganado. El mejunje que resulta es la corrupción, claro, que se ha convertido, más que en un mar de fondo, en una charca de fondo, con ranas que croan y larvas. Cada miembro del Gobierno coge del suelo ese fango maloliente que le circunda y hace con eso una bola, como si fuera la nieve que nos falta en Castilla. La redondea, la mira y se la lanza a la bancada de enfrente, que cierra los ojos y aparta la cara, pero que no puede evitar que se le manche de refilón el traje azul pepero. Todo esto entre una niebla casi onírica que le confiere a la escena un ambiente de irrealidad que hace imposible creer que allí un día estuvieron Cánovas, Cambó o Azaña.
La táctica sanchista parece estar clara. Consiste en no responder a ni una sola de las preguntas que les haga el Congreso, tanto que a uno ya le entran ganas de cambiar a Armengol –muy criticada ayer– por un juez de película americana que diga: «Por favor, responda a lo que se le pregunta si no quiere ser acusado de desacato a este tribunal y al pueblo de Misuri». Pero claro, yo creo que en sus cabezas la historia es otra. Y en ella, el sheriff son ellos. Es decir, piensan que los que
mandan en el ‘saloon’ son ellos y no el pueblo. Y que el hecho de tener que rendir cuentas a las Cortes es una anécdota, un formalismo irrelevante al nivel, qué sé yo, de saludar en el ascensor o de felicitar el Ramadán en Twitter. No se dan cuenta de que es al revés, que aquí manda el Legislativo, que es a quien el Gobierno tiene que rendir cuentas, como un directivo al consejo de administración. Pues nada. Si están en guerra con el
Poder Judicial, imagínense lo que pensarán del Legislativo.
Como les digo, los miembros del Gobierno dedican su intervención a atacar a la persona que les hace la pregunta, un ataque personal con la falta de espontaneidad de quien quiere dar a entender que tiene un dosier completo. Los han investigado a todos. Y, como Gato Pérez, «traemos en la guitarra la bomba de neutrones, el artefacto más peligroso que mete ruido por los salones. Acaban de inventarlo unos sabios vividores juntando cuatro modernos y dos viejos sabrosones: el ventilador». Y casi damos gracias de que lo que saquen sea el ventilador de esparcir basura. Porque la agresividad que vemos y esas intervenciones tan ofensivas – ninguna tanto como la de Sánchez, que es quien impone su desesperación al resto– pueden hacer pensar que, en cualquier momento, la atmósfera nos va a llevar a un punto de no retorno. Y a lo mejor alguno se transforma en Indalecio Prieto aquel día de julio del 34. Y lo mismo, en lugar del ventilador, sacan otra cosa.