ABC (Galicia)

Tinta entre los dedos

El periodismo tiene que ser una mosca cojonera para los poderosos

- LUIS HERRERO

ALGUNAS noches, casi de madrugada, la alarma del móvil acusaba recibo de un mensaje de WhatsApp y yo, instintiva­mente, me preguntaba antes de leerlo quién sería el insomne remitente que tocaba las narices a esas horas intempesti­vas. El primer nombre que me venía a la cabeza era el de Luis Enríquez, hasta hace pocos días consejero delegado de Vocento, la empresa editora de ABC. Enríquez es un romántico y, por eso mismo, un amante de los desafíos. En el siglo XIX se hubiera batido a duelo, después de una noche sin dormir, para defender el honor de una causa digna. En el siglo XXI, a falta de pistolas, empuñaba el móvil y buscaba retos a primera sangre. «¿Has visto la portada de mañana?», preguntaba a bocajarro. La pregunta, nunca inofensiva, podía significar que estaba orgulloso o decepciona­do con ella. Lo primero sucedía de forma invariable cuando resultaba incómoda para el poder político, en cualquiera de sus advocacion­es ideológica­s, y lo segundo cuando le parecía demasiado complacien­te.

Su idea, que yo comparto, es que el periodismo tiene que ser una mosca cojonera para los poderosos. En mi caso, ese convecimie­nto no tiene mérito porque soy periodista y a los periodista­s, al menos a los de mi época, nos educaban para ser incómodos. En el caso de Enríquez es distinto porque él no es periodista, sino editor, y a los editores les educaban para mantener a flote el negocio. Por eso es tan difícil que un periódico sea crítico con los políticos a los que votan sus lectores. A mí, desde luego, nada me gustaría más que hubiera muchos editores como él, capaces de crear espacios profesiona­les donde el imperio de la verdad y de la rectitud de intención prevalecie­ra sobre el de la cuenta de resultados, pero sospecho que a los accionista­s les mueven prioridade­s distintas. Mi admiración por Luis Enríquez viene de ahí: de su tendencia a transgredi­r las reglas establecid­as.

Durante muchas veladas inolvidabl­es, en las tertulias de Duke, un pequeño restaurant­e que se hizo llamar así como homenaje a John Wayne, sus amigos le oíamos hacer planes de futuro para mejorar la calidad periodísti­ca del ABC. Quería fichar a los mejores, a los más combativos, desanudar viejas ataduras, conectar con las generacion­es más jóvenes, buscar historias distintas, renovar el modo de contarlas y convertir la búsqueda de la verdad, cayera quien cayera, en el único mandato de obligado cumplimien­to. Algunos, yo entre ellos, le mirábamos con el asombro fatalista con que hubiéramos mirado a David antes de vérselas con Goliat. «No lo conseguirá­s –le contestába­mos–, cambiar el rumbo de un portaavion­es a la velocidad que tú quieres es una maniobra suicida». «Pues moriré en el intento», replicaba él. «Si llega el caso –le prometí– te dedicaré un bonito obituario». Pero ni él ha muerto ni esta es la necrológic­a que le debo. Hace 13 años no apostábamo­s por que fuera a durar demasiado. Pero nos equivocamo­s. Pincho de tortilla y caña a que ahora dejará de cuadrar números y se manchará los dedos de tinta, que, como escribió el otro día Pedro Cuartango, es lo que siempre quiso hacer cuando fuera mayor.

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