Sólo Román en una señora corrida de Pedraza de Yeltes
▶ El picador Aurelio Cruz se lleva la ovación más lujosa en un encierro con mala suerte
MADRID
MONUMENTAL DE MADRID. Domingo de Resurrección, 31 de marzo. Segunda de la temporada. Toros de Pedraza de Yeltes y un sobrero de Carmen Valiente (5º bis), serios, bravos, nobles y con clase, salvo 4º y 5º bis, deslucidos.
ROMÁN, de blanco y plata. Estocada (oreja). En el cuarto, tres pinchazos, estocada corta y once descabellos. Dos avisos (silencio).
MANUEL DIAS GOMES, de grana y oro. Estocada baja. Aviso (palmitas). En el quinto, pinchazo hondo y tres descabellos (silencio).
FRANCISCO DE MANUEL, de aguamarina y oro. Fea estocada en los bajos. Aviso (silencio). En el sexto, pinchazo y estocada trasera tendida. Aviso (silencio).
Que saluden los aficionados. Qué mérito el de los miles de espectadores –7.998, según la empresa– que se dieron cita en la piedra de Las Ventas. Helador el ambiente, de invierno de Valdemorillo en plena primavera de Madrid. Tiritaba el personal, pertrechado con guantes y bufandas; miraban las banderas y los papelillos los de luces. Valor el de los toreros y valor el de los aficionados, que hoy engrosarán las listas de espera de los centros de salud. Pero no hay cinco grados, ni lluvia ni pulmonía que puedan con la afición: ya están tardando en declararla patrimonio de la humanidad. Todas las estaciones de penitencia aguantaron los de sol y los de sombra, que ayer daba igual. Desde el saludo a la despedida, que aquí se espera, se aguanta, se vive y se muere hasta el final. ¡Al cielo, valientes! Y al cielo de los bravos subieron los toros de Pedraza de Yeltes. Qué gran corrida: de consagración. Cuatro de seis embistieron. Lástima que el prometedor quinto se estrellara contra un burladero. Colorado era, como tres de los que enseñaban cortijos de amplias hectáreas, pero los de oro anduvieron como aspirantes a apartamentos en tercera línea de playa.
Cuando la afición abandonaba su localidad se preguntaba qué habría sido de aquellos animales en otras manos, qué habría sido de aquel conjunto en tarde de feria. Pero ya se sabe que los toros también tienen mal ‘bajío’. Sólo
Román respondió de verdad con el excelente segundo. Hasta el cielo de Madrid quería volar un torero que se había recorrido a pie la Gran Vía para regalar entradas si los paseantes adivinaban a qué se dedicaba. Todo un reto para una profesión tan alejada de la sociedad. «¡Comediante, mago!», se oía. Pero no, el oficio del sonriente valenciano era cosa seria. Y serio fue su encuentro con Buscadero, un galán con el que se notó su preparación de la encerrona fallera ya en el manejo del capote. Había perdido este pedraza las manos en el peto y apenas lo señalaron en el segundo puyazo. Román estaba loco por quedarse a solas con Buscadero, al que se le atisbaba su brava condición. Y sin importarle la ventolera se plantó en los medios en una emocionante apertura mientras concedía las distancias de Rincón. Aunque César sólo hay uno, Collado fue tremendamente generoso con el ejemplar salmantino, al que le rebosaba la clase, con esa manera de descolgar, pese a su tamaño y alzada. Tanto se empleaba que exigía un trato y una sutileza difíciles de hallar con semejante viento. ¿Pero qué era aquello comparado con el infernal Eolo de Valencia? Román, pura entrega y también cabeza –supo dar los tiempos con listeza para oxigenar a Buscadero–, construyó una faena con argumentos y le bajó cada vez más las telas, alargando el viaje frente al burladero de areneros, cerca de las rayas. En esos terrenos brotó una rotunda serie, con zurdazos profundos al aleonado Buscadero. El toro era más agradecido por abajo y así lo atestiguaron las firmes manoletinas, con el colorado despidiéndose al alza. Sonó un aviso antes de la hora final, en la que enterró un espadazo, de esos que llevan premio. En todo lo alto. El de Pedraza se resistía a morir, pero la muerte le llegó en terrenos del 6, donde entonces asomaba el sol, el mismo que acompañó a Román en la vuelta al ruedo con su merecida oreja.
Cuando a la siete y diecisiete salía el cuarto, Román se encontraba a veinte minutos de la Puerta Grande. Pero no pudo ser. El largo y silleto pedraza, con más volumen por delante que por detrás, rompió la tónica de la notable corrida. El valenciano no dio ahora el paso al frente, se dejó el brazo atrás con la espada y aquello se alargó ‘sine die’. Un mitin de dos avisos.
Un lote de consagración le tocó a Francisco de Manuel. Sin embargo, el matador que conoce la gloria madrileña anduvo sin sitio, sin acople y sin alma, perdido en aquellas embestidas que conducían al paraíso. Al tercero, que repuso, quizá le faltó sangrar más para que lo viese más claro frente a Miralto. Luego, el picador Aurelio Cruz recibiría la ovación más lujosa de la tarde frente al bravo Niñoso en un emocionante tercio de varas, que puso a la gente en pie. Con el público a favor, se arrebató entonces De Manuel por chicuelinas, pero en la muleta se desinfló. Lo mejor: su bello quite al toro de Román.
Ya un torazo de 630 kilos anunció la casta del encierro, pero el confirmante Manuel Dias Gomes, pese a detalles sueltos, se empeñó en la cortedad de los muletazos y Alambisco se arrastró intacto. Con el deslucido sobrero de Carmen Valiente no pudo remontar. Más allá de aquella faena de Román, los protagonistas fueron los toros. Qué importante corrida y qué mala suerte la suya.