El último alirón
El niño que fuimos nunca muere, por muchas paletadas de tierra que le echemos encima, por muy resecos y resabiados que tengamos los ojos
EN la escuela mi padre había dibujado con plumín y después coloreado en una lámina a los integrantes de la mítica alineación del Athletic de Bilbao de su infancia: Carmelo en la portería; Orúe, Garay y Canito en la defensa; Mauri y Maguregui en la línea medular; Arteche, Marcaida, Arieta, Uribe y el mitológico Gaínza en la delantera. Con aquella alineación el Athletic de Bilbao había hecho el doblete, allá por 1956, cuando mi padre era un niño que veía los partidos del equipo de sus amores desde la ventana de su casa, que se asomaba esquinadamente al viejo San Mamés. Me tiraba las horas muertas contemplando pasmado aquella lámina preciosa que pregonaba las infrecuentes dotes paternas para el dibujo, sobre todo considerando que el niño que la había dibujado no tendría más allá de diez o doce años, la misma edad que yo tenía entonces. Me enorgullecía mucho ser hijo de aquel maqueto que, muy pocos años después de hacer aquel dibujo prodigioso, se había puesto a trabajar en la fábrica Sefanitro, para llevar el jornal a casa.
La familia maqueta se había vuelto al fin a Zamora. Pero yo todavía había nacido in extremis en Baracaldo y vivido por unos meses en Sestao; y de la Margen Izquierda me traje la devoción por el Athletic de Bilbao, que también fue el equipo de mis amores, allá en la infancia remota, cuando otro baracaldés llamado Clemente adunó una generación de jugadores que me iban a brindar muchas alegrías. Entre ellos recuerdo con especial fervor a Zubizarreta en la portería; al impresionante fajador Goikoetxea en la defensa; y en el ataque, junto al goleador Dani, a mi favorito Manu Sarabia, que hacía magia con aquellas endebles canillas que Dios le había dado. Clemente, que era partidario de un fútbol más contundente y de rompe y rasga, andaba siempre racaneando minutos al zancudo Sarabia, alegando que se desfondaba en cuanto pegaba dos carreras. Pero en esas dos carreras hacía unos regates de birlibirloque y metía unos golazos de una finura superlativa. A Clemente, pese a todo, no podía odiarlo, porque llevó al Athletic a la gloria de la gabarra hasta tres veces.
Luego vino el deslumbrante Julen Guerrero, la perla de Lezama, bello como un adolescente viscontiano, con una visión panóptica del juego y un guante en la bota. El ocaso de Julen Guerrero, mucho más prematuro de lo esperado (y quizá forzado por malignas manos negras), enterró mis pasiones futboleras, tal vez para siempre. Pero ayer, en homenaje al niño que escuchaba arrobado a su padre hablarle de Gaínza y del ‘Chopo’ Iríbar mientras Manu Sarabia driblaba en el césped, en homenaje al adolescente enamorado de Julen Guerrero y de su melena al viento, prendí el televisor; e inevitablemente me vinieron a los ojillos las lágrimas, viendo al Athletic entonar al fin el alirón, después de cuarenta años. El niño que fuimos nunca muere, por muchas paletadas de tierra que le echemos encima, por muy resecos y resabiados que tengamos los ojos.