ABC (Galicia)

Pablo Aguado se sumerge en la Edad de Oro del toreo

- JESÚS BAYORT SEVILLA

os pajarillos se asoman por la tronera del tiempo en Hato Blanco Viejo. Lo que ahora es el patio del cortijo, antes fue su placita de tientas. Y su palomar, un graderío de excepción. El traje de corto del torero lleva bordada en pana la esencia campera. Como la inveterada pata del piquero, como los zahones o como el palquillo del ganadero. Su pino es emblema de la peregrinac­ión rociera. Tronco centenario que fue testigo del germen de la dualidad más cimera. Mientras que la gente de Coria guarda una sevillana en su memoria –«El pino de Hato Blanco / tiene una historia grabá / que nació en medio del campo / pa cobijá a mi hermandad»–, las páginas de ABC están grabadas con la tinta de un encuentro vital. Que fue génesis de la Edad de Oro de Gallito y Belmonte y antesala del toreo moderno que concretó Chicuelo.

La monumental crónica de Manuel Sánchez del Arco ‘Giraldillo’ ya luce color de bronce en la hemeroteca de

Leste periódico. Belmonte respondía al gran enigma de esa supuesta rivalidad: ¿Cuándo conoció a Joselito? «Fue el año 11, por los primeros meses del invierno. Yo estaba trabajando en la recolecció­n de la naranja, cuando unos amigos me invitaron para ir a torear unas vacas en el cortijo de Hato Blanco, en la Marisma, propiedad de Carlos Vázquez. Joselito iba a ir a aquella fiesta, también invitado por Carlos. Antes de conocer yo personalme­nte a Joselito, surgió en mis amigos trianeros la idea de oponerme a él. ‘Vas a ir porque también va Gallito’, me dijeron. Dejé mi trabajo y fui. Aquella tarde conocí a Gallito. Éramos dos chiquillos. Yo abrí mi capote y me fui para la vaca que me habían reservado. ‘¡Juan! ¡Ahí, no! ¡Ahí, no!’, me gritó José. Yo no le hice caso. Insistí, un poco picado por la advertenci­a, que parecía una lección, que yo no tenía por qué recibir. Se arrancó la vaca y yo sufrí una terrible voltereta. José tenía razón. ¡La tuvo siempre ante los toros!».

El fugaz inicio de una dualidad inmortal. Ni uno era todavía el rey de los toreros ni el otro era el pasmo al que idolatraro­n los trianeros. La clarividen­cia del niño prodigio, frente a la rebeldía y salvajismo del hijo del quincaller­o. Lo apolíneo y lo dionisíaco. Tras leer el recuerdo, Aguado adquiere tintes del pasado. Su estampa torera parece encontrars­e en este rincón marismeño, como si encontrara el misterio del toreo de José y Juan. Sus muletazos, especialme­nte al natural, caen más que antes. Dos dedos de franela que arrastran por el albero. No lo niega el torero: «Es verdad, es algo que estoy intentando hacer cada vez más». Esa caída le da más profundida­d al trazo, y rotundidad al conjunto. Apenas abre el compás en su presentaci­ón; cortito, sin forzar la ligazón. Que fluye cuando el animal quiere, sin buscar ventajas. Su enjuta figura y afilada mirada reflejan el tramo de la temporada, la cercanía de Sevilla y Madrid.

La tarde del pasado viernes fue una fiesta en Hato Blanco Viejo. Un descubrimi­ento. Por la finca, por su historia y por su gente, sencilla y espléndida. Los boxes de los caballos eran burladeros improvisad­os. De ellos sale un bisnieto de José Flores ‘Camará’, que torea con compás. En el palquillo (un balcón sobre el patio) están los más pequeños de la familia. Padre e hijo, al frente de la vacada, se lanzan la libreta; balcón abajo, burladero arriba. No es acrofobia lo del niño, sino veneno torero. Que igual que intercambi­a los papeles con el padre toma prestado el capote de Aguado para lancear en los medios. La segunda becerra repite el patrón de la primera, de calidad y nobleza extremas. La pregunta cae como los lambreazos del sevillano: «¿Suelen salir todas las becerras así?» –preguntamo­s– «Generalmen­te sí», responden.

El sevillano toreó hace unos días en el patio del cortijo de Hato Blanco Viejo, a doce kilómetros de la ermita del Rocío, que fue la plaza de tientas en la que en 1911 se conocieron Juan Belmonte y Joselito el Gallo

Ter Stegen Koundé Araujo Cubarsí Cancelo Gundogan (85) Sergi Roberto (61) De Jong (75) Raphinha (75) Lamine Yamal (61) Lewandowsk­i

Pedri (61)

Joao Félix (61) Ferran (75) Christense­n (75) Fermín (85)

10 4 565 73 0 8 7 66%

Como es difícil jugar peor, los alemanes se muestran en el Metropolit­ano a mitad de camino entre la reacción obligada y esa renuncia voluntaria siempre en los equipos de Simeone con el marcador a favor. Retrocede el Atlético, se escuda y busca un contragolp­e de alivio. Pero ni sus jugadores poseen la misma energía para presionar tan arriba ni el Dortmund se equivoca en la selección de pases.

El partido se ha visto mil veces en este ala de Madrid. Simeone retira a Morata y da entrada a Barrios, coloca a llorente en su undécima posición, delantero junto a Griezmann, todo pulmones para llegar y defender. Simeone celebra como un gol un despeje fuera del portero por la presión del exmadridis­ta. Quiere eso: ronchas de piel en el césped. El Dortmund se adueña del balón, el Atlético ya solo quiere que pasen los minutos y cazar una oportunida­d. La tiene Samuel Lino, pero la estrella en el portero. Como tantas veces, la táctica del paso atrás dilapida al Atlético. Marca Haller en la siguiente, un 2-1 que amarga la noche a los colchonero­s.

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// TAMARA ROZAS Pablo Aguado, en el cortijo de la ganadería de Campos Peña

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