Morante cambia su trono por un diván
▶ Su inspiración precedió a la decepcionante falta de bravura de los toros de Juan Pedro Domecq
REAL MAESTRANZA
PLAZA DE TOROS DE SEVILLA. Jueves, 11 de abril de 2024. Quinta del abono. Lleno de ‘no hay billetes’. Se lidiaron toros de Juan Pedro Domecq, bien presentados, aunque sin fondo de bravura.
MORANTE DE LA PUEBLA, de rosa chicle y azabache. Estocada caída (ovación tras petición); estocada que hace guardia y media (silencio).
JOSÉ MARÍA MANZANARES, de sangre de toro y oro. Estocada un poco caída y descabello (silencio); pinchazo, estocada y dos descabellos (silencio).
PABLO AGUADO, de grana y oro. Pinchazo, mete y saca y estocada (palmas); estocada larga (palmas).
Había cambiado Morante el trono de la Maestranza por un diván, una especie de confesionario espiritual. Abría su mundo interior como si fuera un canal por medio del arrozal. Y salía por la brecha del alma toda su amargura, su quebranto. Como quebraba en forma de ocho al coqueto Mágico, que traía magia suficiente como para hechizar su coraje torero, su gallardía. Osado Morante en dos soberbios trincherazos que parecían enterrarse en los bajos de la Maestranza, una plaza entregada a su genio, comprometida con su situación. Como Tejera –¡bravo por José Manuel Tristán–, que sopló directo a la memoria del genio. Rubores, el pasodoble de Ligerito.
Tocaba la banda a la animosidad del maestro, cantaba Tejera a la sensibilidad torera. La de los grandes aficionados. Los que saben cuando apretar, y también cuando hay que arropar. Arropaba Sevilla a Morante de la Puebla, que ponía toda la magia que le faltaba a este Mágico, primero de Juan Pedro, mucho más animoso que el resto. Como el torero, animado y desenvuelto, desprendido de aquel rostro entristecido. Y se quedaba en los terrenos del toro, seguro e insistente. Ligando en corto, ligerito. Como el nombre de aquel toro cimero. Más sorprendido al natural, aunque igualmente entregado. Monumentales fueron los últimos cambios de mano, como el cosquilleo por las orejas del toro. Se crecía Morante de la Puebla, puesto en pie sobre el diván de la Maestranza.
Sevilla lo escuchaba, lo comprendía. Sacaban los pañuelos como el terapeuta que ofrece un informe favorable: «está usted estupendo, maestro».
La sensibilidad de Tejera le faltó al presidente, que, siendo justo, no atendió una petición insuficiente. Perdonable, como imperdonable fue el baile de corrales en el reconocimiento: cinco toros rechazados. La primera gran corrida del ciclo continuado, desmontada a unas horas de su comienzo. Me pica la curiosidad: ¿qué pasó? ¿Tanto habían cambiado los toros que inspeccionaron el pasado 1 de abril? De Pascuas a... jueves de farolillos. ¡Qué petardo! A Juan Pedro Domecq, que terminó lidiando una de las corridas más desfondadas de sus últimos tiempos, lo colocaron en el disparadero. Cinco toros rechazados, cinco balazos directos a la diana del despropósito.
Corrida que quebraron en el reconocimiento, como se terminó quebrando la tarde. Insufrible. Amenizada también por el faraónico recibo aguadista, que traía una mata de romero en la solapa de su corazón. Recortando longitud a su percal, caidito y despacio en su magno homenaje al Faraón. Cogido junto a la esclavina, sin agarrar los flecos, volando la bambita, meciendo verónicas de ensueño. Y Sevilla lo captaba, como captó su media. Eterna, sublime. Era ese Barroco un toro de maqueta. Bajísimo, más acodado y recortado. Tuvo lentitud en su salida, como las verónicas de Aguado, que llegaron hasta los medios. Y por fin se vio a un picador en plenitud: Mario Benítez. No sólo en la suerte, también en su ejecución. Fue todo, no hubo más.