ABC (Galicia)

Regreso a Abaltziske­ta

▶ Los veranos no son eternos ni los abuelos, ni los padres, ni los tíos, y las familias más unidas también saltan por los aires. Porque vivir es saber que vamos perdiendo cosas y, aunque en el camino ganamos otras nuevas, nunca sustituyen a las primeras

- CHAPU APAOLAZA

De vuelta desde Vitoria a San Sebastián por la N1, desde detrás de los montes se apareció el pico del Txindoki, vertical e iluminado por el sol de la tarde en sus alturas de piedra como un K2 guipuzcoan­o, y entonces me acordé de la casa que teníamos allí en la que pasamos los mejores momentos de nuestra infancia y que no visitaba hace más de 20 años. Regresaba de ver a Ángel Altuna en el frontón en el que ETA había matado a su padre hace 44 años. Me dije que, si Ángel había tenido valor de volver allí, por qué yo no iba a poder subir a la casa de Abaltziske­ta, así que, de pronto me vi pulsando el intermiten­te de la moto para tomar aquel magnífico desvío de dos décadas al pasado.

Al morir mi abuelo Paco tan joven, la abuela Elena se había hecho con una antigua borda de pastores llamada Bordasagas­ti y la había reconverti­do en una casa con literas, piedra, madera, chimenea y una foto de mi abuelo en la que había escrito «Que tu recuerdo esté siempre presente allá donde la familia Apaolaza se encuentre reunida». Aquella casa se perdió al morir mi padre y quedó en un suspenso propio de la nostalgia de la que no se habla y a la que no se vuelve, al menos, yo.

Igual esto sucede por el miedo a que el paso de los días haya modificado las proporcion­es de las cosas de manera que no sigan siendo las mismas y caigamos en la cuenta de que nos hemos inventado todo. Cada uno evita un lugar porque fue tan feliz allí y teme visitarlo por constatar que ya no lo es, al menos de aquella manera en que lo fue. Porque la vida nos fue moldeando hasta hacernos alguien distinto, incapaz de alcanzar aquella dicha primera que se va quedando atrás, que se va perdiendo, lejana, y constatamo­s que las cosas no vuelven, que los veranos no son eternos ni los abuelos, ni los padres, ni los tíos, y que las familias más unidas también saltan por los aires. Porque vivir es saber que vamos perdiendo cosas y, aunque en el camino ganamos otras nuevas, nunca sustituyen a las primeras.

Yo quise volver al olor de la hierba, al calor de las cuadras, los bosques oscuros y húmedos. Había que regresar al árbol del que no me bajaba mi padre, al tronco en el que grabamos las iniciales con la primera navaja, a mirar la ventana tras la que creíamos ver llegar las luces de los Reyes Magos llegando desde Larraitz. Tenía que estar allí para no ir por la vida como un fugitivo de los fantasmas de nuestras felicidade­s perdidas.

Hay que enfrentars­e a los recuerdos de uno para que el niño que fuimos no vaya por ahí como un espectro y pueda seguir jugando junto al muro de cemento por la que corrían las lagartijas o rezando bajo las sábanas en las noches de miedo en las que la lechuza respiraba profundame­nte en el nido que había hecho en el alero. Hay que devolverle las proporcion­es del montecito que llamábamos la ‘tontorra’ y volver a ver a Sofía riendo allí arriba de no sé qué broma, regando las hortensias de la abuela que ¿ves? siguen vivas a día de hoy.

Felicidad perdida Hay que enfrentars­e a los recuerdos para que el niño que fuimos no vaya por ahí como un espectro

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