ABC (Galicia)

LA HUELLA SONORA Decadencia de un bar

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Hay algo raro en el ambiente, como si el aire ya estuviera respirado y hubiera un cadáver oculto en el balance

JOSÉ F. PELÁEZ

ace semanas que no friegan el suelo. Las baldosas verdes tienen ese tono mate que trae consigo la suciedad triste. Porque la suciedad alegre es otra cosa, tiene un punto excesivo, nuevo, comprensib­le. Llega como llega la resaca y se va tras un par de duchas, un paseo para olvidar la culpa y una sobre ingesta de carbohidra­tos y comida procesada. A los niños y a los suelos se les nota la felicidad en la mugre. Es una suciedad infantil, una suciedad de haber jugado mucho. Es una suciedad que celebra la vida. Una suciedad limpia.

No es el caso, el suelo de este bar tiene una capa de melancolía. La roña se ve triste, apagada, como si acarreara la porquería acumulada de un pasado lejano. Es basura antigua, una

Hcicatriz de espejo. No huele mal en absoluto. Tampoco bien. Y ese es el problema. Hay algo raro en el ambiente, como si el aire ya estuviera respirado y hubiera un cadáver oculto en el balance. No limpian el baño cada día. Puede que ni siquiera cada dos. Cada vez encienden menos la luz y, al fondo, cerca de la tragaperra­s, hay una especie de penumbra de tristeza y fritanga. El dueño, antes jovial, amable y simpático hasta el paroxismo, viene cada vez menos por aquí y ha dejado su lugar a un estudiante de nutrición y dietética que pone los cafés como podría poner sellos en el registro. No sé qué estará haciendo él, quizá huyendo de las deudas. Quizá huyendo de sí mismo. En cualquier caso, el bar ha perdido el alma y tiene ese aire de decadencia altiva con el que mueren los bares y los toros bravos. Las mesas de madera están cojas y conservan recuerdos grabados de estudiante­s enamorados que después se casaron, tuvieron niños y ahora se odian como solo pueden odiarse los que una vez se amaron.

Hay marcas de bebidas que ya no les sirven botellas, supongo que pagan mal, así que me tomo lo poco que tienen haciendo como si fuera justo lo que quería. La música es un hilo penoso. Ni siquiera es de sala de espera. Mucho peor, es un hilo de sala de despiece, un hilo de baba como si se hubieran quedado anclados en los buenos tiempos. La cocinera, experta en callos va a hacer 63 y ha perdido varios dientes. Disimula una cojera. La máquina de tabaco no funciona, a veces no hay hielo y cuesta creer que, hace no tanto, este fuera uno de los bares más de moda de la ciudad. Ya no compran el periódico así que pongo la oreja y escucho a María, la cocinera. Habla con Carlos, el dueño desapareci­do. Y descubro que no hay para los dos. Que Carlos se ha ido a trabajar a otro bar para poder mantener el salario de María y que se jubile tranquilam­ente en un par de años. Se lo merece y no puede dejarla tirada ahora.

Y yo entiendo, de repente, la belleza de la decadencia. Y veo en la suciedad del suelo la cojera de María. Y la ausencia de Carlos deja de ser una huida para convertirs­e en sinónimo de permanenci­a. María se jubilará pronto, él volverá y la vida y el sol se asomarán de nuevo por la puerta de este bar. Y yo, que juré no volver, prometo hacerlo cada día para aplaudir en secreto a un mundo que termina. Y a un bar que muere por no llorar.*

Las mesas conservan grabados de enamorados que ahora se odian como solo pueden odiarse los que una vez se amaron

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ABC Una tragaperra­s, en un bar//
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