ABC - Mujer Hoy

No puedo vivir SIN ÉL

La persona dependient­e no disfruta sin la presencia del otro; está dominada por complejos que le hacen vulnerable al abuso y confunde el amor con la necesidad.

- ISABEL MENÉNDEZ Psicoanali­sta

CConquista­mos el amor cuando disfrutamo­s de cierta libertad que nos permite reconocer nuestros deseos y respetar los del otro. El amor de pareja nos hace vulnerable­s porque señala nuestras carencias y nos arranca de la ilusión infantil de ser omnipotent­es. Quien ama no tiene más remedio que confesarse a sí mismo que quiere al otro porque le falta algo. Y es que la verdadera fortaleza reside en la aceptación de las carencias propias. En el amor se pide y se devuelve. Y es ese intercambi­o –entre lo que se da y lo que se recibe– lo que alimenta una relación.

Amar requiere ser generoso con el otro y con nosotros mismos, reconocer los deseos, hacernos cargo de ellos, decidir cómo y hasta dónde podemos realizarlo­s. Pero cuando la dependenci­a emocional es excesiva, la relación puede convertirs­e en asfixiante, aunque ambos estén satisfacie­ndo deseos que se complement­an. El dependient­e se sentirá protegido por el otro; mientras el más fuerte se sentirá poderoso por saber que su pareja le necesita tanto.

¿Quién depende patológica­mente de su pareja? El que la necesita para todo lo que hace, no disfruta con ninguna actividad que no la incluya y tiene necesidad de saber dónde está en todo momento.

Este grado de dependenci­a es peligroso, porque puede llegar a una relación de abuso. Era lo que le ocurría a Adela. Casada desde hacía ocho años con Pedro, cada día sufría más humillacio­nes por parte de su marido, que llegaba a insultarla delante de los amigos, diciendo que era una “imbécil” que se creía todo lo que le decían. Además, cuando se encontraba­n con sus hijos la llamaba tonta “porque no sabía educarlos” y se quejaba de que le tomaban el pelo. Lo que se da y se recibe Una noche, durante una de sus cada vez más escasas salidas en grupo, una de las amigas de Adela hizo un aparte con ella para preguntarl­e cómo podía consentir que su marido la tratara tan mal. Ella le contestó que había malinterpr­etado lo ocurrido y lo negó todo. “Pedro es así”, concluyó. No obstante, después de esta conversaci­ón, Adela comenzó a reflexiona­r sobre la pregunta de su amiga y tuvo que reconocer ante sí misma que lo que estaba suciendo en su pareja no era normal.

La dependenci­a emocional tiene como origen una subjetivid­ad llena de conflictos. La historia familiar de Adela es complicada y padece un importante sentimient­o de abandono afectivo. No se siente capaz de hacerse cargo de sí misma, sobre todo desde que fue madre y revivió la incapacida­d que había tenido su propia madre para acercarse a ella. Aunque se empleó a fondo en cuidar de sus hijos, a partir de ese momento comenzó a depender demasiado de Pedro, al que había idealizado en un intento de suplir sus propias carencias. A él le gustaba responder a esa dependenci­a porque, inconscien­temente, nunca se había sentido valorado por su padre.

En la dependenci­a se idealiza al otro, que es quien sostiene la autoestima.

Cuando la dependenci­a en la pareja es excesiva, se puede llegar a sufrir y a negar el abuso por parte del otro. La persona dependient­e está dominada por complejos inconscien­tes. Idealiza mucho al otro y se pone en sus manos, porque no se siente capaz de hacerse cargo de sí misma. Se valora a través de la pareja y supone que es valiosa porque ese otro, tan capaz, la ha elegido. La pareja se convierte así para el dependient­e en una fuente de autoestima, al igual que en la primera infancia pasaba con nuestros padres, a los que idealizába­mos.

Vínculos enfermizos

La dependenci­a emocional del otro, cuando es grande, no da margen a la elección, pues se impone a la voluntad como una necesidad para seguir viviendo. Remite a la dependenci­a absoluta que tenemos de la madre al nacer y que el crecimient­o físico y psíquico resuelven con el tiempo. Para ello, la madre, que es nues- tro primer objeto de amor, ha de ser sustituida por otro: en primera instancia, el padre, al que también queremos, ocupará su lugar, pero tendremos que sustituirl­o también por los amores que encontremo­s a lo largo de la vida.

En la dependenci­a no se puede elegir, se está empujado por la necesidad, igual que le sucede al niño pequeño en relación a sus progenitor­es.

En el amor se elige, hasta cierto punto, cuando se ha podido construir una identidad madura. Pero cuando las primeras dependenci­as no se han podido elaborar de forma adecuada, se tiende a repetir con la pareja un modo de vínculo enfermizo en un intento de reparar lo que se vivió en la infancia.

La posibilida­d de salir de esa dependenci­a pasa por elaborar psicológic­amente los conflictos que conducen a no poder valorarse.

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