Aprender a ser libres
No están todas. De las niñas secuestradas a mediados de febrero en Nigeria, cinco no volvieron ayer a la localidad de Dapchi, donde fueron liberadas sus compañeras. Ellas dicen que tres murieron al caer de los camiones mientras cruzaban un río, y que otras dos perecieron en el bosque de Sambisa, donde se hallan los campamentos de Boko Haram. Otra menor sigue cautiva por haberse negado a renunciar a su fe cristiana para abrazar el islam que predica e impone la secta terrorista que opera en esa zona de África. El único delito de las niñas fue acudir a la escuela. De allí se las llevaron, como sucedió con las más de 270 alumnas que Boko Haram raptó en 2014 de un colegio de Chibok, la mitad de las cuales aún no han regresado.
Cuentan las supervivientes de este último secuestro masivo que los fundamentalistas las alimentaron con dátiles y frutos silvestres, como si fueran ganado, y que las obligaron a desprenderse de sus uniformes escolares para ponerse –aún más uniformadas– el hiyab con que el islam de estos terroristas marca a las mujeres.
Después de intentar ocultar lo sucedido, el Gobierno nigeriano, que llegó a insinuar que las niñas de Dapchi estaban perdidas en el bosque, negó haber pagado un rescate a Boko Haram por su liberación y aseguró que el desenlace se produjo «por los canales diplomáticos y con la ayuda de algunos amigos del país». Hasta cinco señales de alerta sobre la proximidad de los terroristas desoyó el Gobierno en los días previos al secuestro de las niñas, víctimas del fanatismo islámico y, también, de la desidia de una Administración que no termina de valorar el sacrificio que representa para una niña aprender en el colegio a ser una mujer libre.