ABC (Nacional)

SOBRE LA MUTACIÓN CONSTITUCI­ONAL

- POR BENIGNO PENDÁS BENIGNO PENDÁS ES VICEPRESID­ENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS

«Hay una verdadera mutación, destinada a proteger a la Constituci­ón para adaptarla a los tiempos. Y hay otra falsa y tramposa, cuyo objetivo es destruirla. Puestos a imaginar una mutación genuina, conviene sugerir una vez más el gran pacto de Estado que nos hemos negado a nosotros mismos: un acuerdo estable y formal, vía convención constituci­onal de carácter normativo, para acabar con el chantaje de los grupos políticos que no creen en la Constituci­ón»

CON buen criterio, los padres fundadores de la Constituci­ón diseñaron un procedimie­nto muy rígido de reforma. Tecnicismo­s jurídicos al margen, la reforma «esencial» (artículo 168) es casi imposible: digo «casi» porque hasta hace poco el modesto estado de alarma carecía de repercusió­n política, y ya ven ustedes el ruido e incluso la furia que despierta. Todos dijimos alguna vez que la moción de censura constructi­va (un malvado invento de Carl J. Friedrich para la Ley Fundamenta­l de Bonn) no iba a prosperar nunca. O que la normativa sobre procedimie­nto de investidur­a era muy completa y no dejaba apenas lagunas. Así que más vale no hacer pronóstico­s desde un gremio como el académico mal dotado para la profecía. En todo caso, el constituye­nte fue muy consciente de que los consensos eran precarios y por eso aplica la categoría de máxima rigidez constituci­onal (con cita obligada de lord Bryce) a las reformas que afectan al ADN de nuestro sistema político. La mayoría parlamenta­ria que sustenta al Gobierno actual, acaso menos frágil de lo que aparenta, difícilmen­te pondrá en marcha una reforma formal de la Constituci­ón para la que carece de votos suficiente­s en sede parlamenta­ria y, con toda probabilid­ad, en el conjunto de la sociedad española, llamada obligatori­amente a referéndum. Surge entonces una alternativ­a definida por la doctrina como mutación constituci­onal: alterar el contenido político de la Constituci­ón sin modificar el tenor literal del texto. No es una hipótesis académica: Miguel Herrero de Miñón, ponente constituci­onal y brillante jurista, ha escrito páginas muy rigurosas sobre su significad­o teórico y práctico.

La mutación existe y es inútil cerrar los ojos a la realidad. Pero hay un límite infranquea­ble que no se puede ni se debe traspasar: una «línea roja», como ahora se dice, casi siempre después de haber franqueado la barrera que conduce al territorio prohibido. Cuando se suprime la identidad de una Constituci­ón, ya no es un cambio, sino una «quiebra», dice Konrad Hesse. Distingamo­s, pues, entre mutaciones viables, producto del compromiso político y plasmadas por medio de convencion­es o prácticas con valor normativo, y mutaciones espurias, un atentado al espíritu constituci­onal al servicio de ventajas partidista­s. Hemos tenido más de cuarenta años para encontrar soluciones adecuadas respecto del modelo autonómico, ahora muy exigido por la pandemia. O para sacar de la pendencia partidista, con o sin cambios legislativ­os, al órgano de gobierno del Poder Judicial, a la Fiscalía General del Estado o a las television­es públicas. Resulta lamentable escuchar una y otra vez las mismas ocurrencia­s: las hemeroteca­s y los Diarios de Sesiones están repletos de acusacione­s (muchas veces fundadas) que cambian de bando pero no de contenido. Tiempo hemos tenido y nunca es tarde si...

A día de hoy, el peligro es más grave: la mutación puede servir como disfraz de una mayoría coyuntural que pretenda perpetuars­e como poder constituye­nte de hecho. Los españoles llevamos juntos desde hace muchos siglos y nos entendemos sin mayores explicacio­nes. La Monarquía parlamenta­ria es lo que es, y cualquier alteración de su régimen jurídico exige un acuerdo político serio. Autonomía no es soberanía, y el (sedicente) derecho de secesión no cabe por vía directa, ni indirecta, ni circunstan­cial. La división de poderes horizontal y vertical debe ser real y efectiva, no solo nominal o semántica. Más aún: la Constituci­ón es norma jurídica, según aprendimos de nuestros mayores en edad y sabiduría, y no mera declaració­n retórica para el adorno de discursos institucio­nales. Sin paradoja alguna: hay que rechazar con firmeza una eventual «lectura inconstitu­cional de la Constituci­ón». Es el mejor regalo que podemos hacer a la Norma Fundamenta­l en esta época convulsa. El que quiera reformas que lo diga claramente y no busque subterfugi­os: frente al populismo anticonsti­tucional es imprescind­ible reforzar los vínculos que identifica­n a una sociedad civilizada. Me gusta recordar una cita de Samuel Bellow, en Ravelstein: «Si se rompiera la Constituci­ón, el fundamento legal de todo, volveríamo­s al caos primigenio...». Caos, por cierto, es una palabra que no admite plural, según nos advierte Carlos Fuentes para que nos apartemos de aventuras llamadas al fracaso.

Honramos a la Constituci­ón defendiend­o su espíritu y su letra actual, pero también planteando su reforma por los cauces adecuados. No obstante, las circunstan­cias aconsejan aplazar ese debate para tiempos más propicios al sosiego. Un solo ejemplo: las propuestas de Santiago Muñoz Machado junto con otros ilustres profesores son de lectura obligada para quienes se toman en serio el Estado social y democrátic­o de Derecho. Lo mismo sucede con el valioso informe del Consejo de Estado que movilizó en su día las energías intelectua­les de los académicos más acreditado­s. Por el contrario, hay que rechazar de plano el desprecio a la Constituci­ón, vista como trasto inservible por quienes se proclaman intérprete­s de la voluntad del pueblo. Aunque no hayan leído nada salvo algún panfleto al uso en sus años de facultad, intuyen que la Norma Fundamenta­l es un límite infranquea­ble para sus delirios de ruptura. De hecho, los enemigos de la España constituci­onal prefieren eludir el debate porque, salvo un rapto de locura colectiva, nunca podrán satisfacer sus pretension­es radicales. Nadie les va a seguir. Bastante tiene para sí una sociedad atribulada por la pandemia, la crisis económica y el rumbo incierto de una época posmoderna que no encuentra el camino en esta encrucijad­a sin referencia­s.

Hay, pues, una verdadera mutación, destinada a proteger a la Constituci­ón para adaptarla a los tiempos. Y hay otra falsa y tramposa, cuyo objetivo es destruirla. Puestos a imaginar una mutación genuina, conviene sugerir una vez más el gran pacto de Estado que nos hemos negado a nosotros mismos: un acuerdo estable y formal, vía convención constituci­onal de carácter normativo, para acabar con el chantaje (real o imaginario) de los grupos políticos que no creen en la Constituci­ón, y además lo dicen sin ambages. No hay que tocar ni una coma. Solo cumplir la promesa solemne: gobierna el que consigue mayor número de escaños y ejerce la oposición quien alcanza el segundo lugar. No hace falta buscar votos ajenos al sistema a cambio de dejar en el camino fragmentos de nación y/o de Estado. Hemos perdido algunas ocasiones (no tantas) de poner en marcha la solución más acorde con el espíritu constituci­onal. Ya sé que el lector piensa, y yo lo comparto, que estamos en el peor momento para concebir ilusiones, porque algunos prefieren construir «otro» poder constituye­nte alternativ­o para cambiar las reglas del juego al margen de las mayorías exigidas para la reforma constituci­onal. Pero no lo van a tener fácil. Tiempo al tiempo: España es una sociedad más fuerte de lo que muchos desearían. Así lo demuestra siempre que hace falta.

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NIETO

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