VIVA EL LUJO Y QUIEN LO TRUJO
«Bling Empire» (Netflix), placer televisivo culpable, es una de esas cosas que te arreglan un domingo
La realidad es fea y la televisión no termina de ayudar. Las probabilidades de poner la tele y encontrar a un ministro recibiendo un masaje inguinal son altas. Netflix ofrece soluciones para el escapismo televisivo, sin olvidar nunca que es como una proyección audiovisual del partido demócrata (falta un docudrama del chef José Andrés –qué bueno es–). En sus márgenes, sin embargo, en la telerrealidad, podemos encontrar alguna historia sin moralina, el candor del «placer culpable».
«Bling Empire», traducido como «El imperio de la ostentación», ofrece realidad, pero es tan remota geográficamente y tan lejana socialmente que casi no lo parece. Se trata de un reality sobre millonarios asiáticos en Los Ángeles. Esto podría explicar el mundo mejor que un Telediario: el enorme dineral asiático tomando el centro cultural de Occidente, pero no nos interesa eso esta vez, ¡queremos desconectar!
La frase «viva el lujo y quien lo trujo» contuvo siempre un interrogante: ¿quién lo «trujo»? «Bling Empire» nos recuerda que es cosa oriental. Sus protagonistas se mueven por Sunset Boulevard o Rodeo Drive consumiendo sin freno económico ni (lo más importante) estético. Hay en ellos un «brilli brilli» sincero, un recargamiento rococó e indemne, como de trans tailandesa viuda de un oligarca chino. El elenco es singular y las subtramas enganchan. Es algo que te arregla un domingo. Está el adorable Kane Lim, un joven inversor de Singapur con cientos, quizás miles de zapatos y unos pómulos que parecen un error de apreciación, como si le hubieran puesto allí las prótesis destinadas a los glúteos. Tiene un amigo, Kevin, modelo de abdominales y otro, digna criatura «telecinqueable», Guy Tang, que es peluquero e influencer, artista capilar en un sentido amplio, con algo posthumano, como si estuviera sacado de un videojuego.
También hay un duelo de divas entre Christine Chiu, malévola y bella, y la riquísima heredera Anna Shay, una rusojaponesa frágil como una Onassis e implacable como Mila Ximénez. Al ser mayor, deja perlas de sabiduría: «Lleva tú la ropa, no dejes que la ropa te lleve a ti». Hay mucho más: masajes y chamanes, un novio tóxico que aglutina a las amigas, escapadas a París, caviar y Louboutin y piscinas en Beverly Hills, pero no visto con ojos de pobre (¡basta de eso!), sino con el mirar alegre de los nuevos ricos del mundo.