años de Cine y la (r)evolución de sus espectadores
Del sombrero de copa a la gorra de visera, del «Visite nuestro Bar» a parar la «proyección» y la visita a la nevera... Las salas de cine languidecen y se trasladan al salón de cada casa
El fondo y la forma
No cambia la esencia del cine, que se ha ido amoldando en 125 años al desarrollo tecnológico y los avances sociales
Más posibilidades
El viejo cinéfilo de sala veía lo que le echaban. El nuevo cinéfilo tiene en el mando a distancia todo el cine de antes y ahora
Se abre el telón y se ve a la señora Francisca que cambia una bombilla y recibe una descarga eléctrica. ¿Cómo se llama la película?... «El amperio contra Paca». Se abre el telón y se ve a un chino tocando el arpa. ¿Cómo se llama el actor?... Arpa-chino. Los hay a cientos, a miles, y algunos realmente de difícil digestión para adultos, pero que hacían resonar las voces y las risas de la chiquillería en las últimas filas de la platea de las grandes salas de cine antes –y tantas veces, durante– de que empezara la sesión. Pero esto ya es una foto en sepia, una imagen que solo existe en el álbum de la memoria o en algunas películas como «Cinema Paradiso», en la que el niño Salvatore veía aquel haz de luz del proyector (polvo de estrellas) dibujando sueños en la pantalla.
Ya no hay salas como aquellas, ni haz de luz, ni bromas, ni grandes pantallas, pero sí existe en el idilio de pequeños y mayores con el cine aquella misma mirada y mismo sueño. La ecuación infalible entre las variables «ir al cine», «ver películas» y «hablar y alborotarse con ellas» se ha diluido con el tiempo y las circunstancias, con los avances tecnológicos, las infinitas posibilidades domésticas de acceso a las películas y, en los últimos tiempos, por las recomendaciones sanitarias a salir de casa lo menos posible.
A pesar de la facilidad y energía con la que el arte del Cine se ha colado en nuestras vidas, de la brillantez con la que nos ha contado nuestra historia y ha sido testigo y narrador de nuestro presente y futuro, y de la extraordinaria madurez que ha conseguido su lenguaje (¡a cuántos sentimientos y emociones le han puesto nombre las películas!), pues sí, a pesar de eso, el Cine es un arte al que suele adherirse la palabra Crisis como un prefijo. La Crisis del Cine se ha convertido en un vocablo. Naturalmente, no hay ni muchos indicios de crisis en el Cine como arte, como lenguaje, como compañía probablemente ya eterna para la conexión entre los ojos, los anhelos y el corazón del ser humano.
Crisis eterna
Esa crisis eterna que se le atribuye al cine, y que en los últimos tiempos se ha puesto especialmente de puntillas, se refiere a su condición de industria, afecta a los negocios a su alrededor, y se motiva en parte por la «creatividad» de su multimillonaria audiencia, que se mueve y bailotea a la luz de su hoguera con la anarquía de una tribu de pega en una mala película de Tarzán. En realidad, nada relevante para la esencia del Cine, que al crearse creó también su imperecedero alimento: la cinefilia. Y aquí está el quid de la cuestión, pues el cinéfilo ha recorrido un trayecto tan grande y cambiante como el propio arte cinematográfico. A las preguntas de quién, cuánto y dónde consume películas, las respuestas son todos, mucho y en cualquier sitio.
En su siglo largo de vida (se acaban de cumplir sus ciento veinticinco años desde su nacimiento), el cine y el cinéfilo se han ido amoldando al desarrollo tecnológico y a los grandes avances sociales, y han cambiado sus tamaños, formas, contenidos y rituales. La televisión, el vídeo doméstico y, especialmente, la entrada en tromba de internet y conceptos como el «streaming» o el servicio bajo demanda, nos zambullen en un territorio que convierte al amante de las películas en un rastreador y a las viejas salas de cine en un lugar en el que enjugarse la nostalgia. No hay «Visite nuestro Bar», ni acomodadores que anuncien en el descanso aquel «Hay bombones y caramelos… Bar en el entresuelo» (título de un magnífico libro de anécdotas de Enrique Herreros). Aquellos grandes teatros que eran las salas de cine, llenas de público nervioso y agitado ante el estreno, o esos cines de barrio y de programa doble y de reposición, o filmotecas, cinematecas, cinefórum y salas de encuentro y de proyección prácticamente ya solo existen en la memoria del viejo cinéfilo, porque,
como dice José Luis Garci en su último libro, «Películas Malas e Infravalorados», «he ido viendo cerrarse las salas de cine una a una». En fin, un camino que nos lleva desde el «Visite nuestro Bar» hasta el parón de la película y la visita a la nevera.
Si el extraordinario recorrido del cine, como arte popular, como lenguaje, se puede apreciar en una imagen que enlaza el cohete en el ojo de la Luna, de Mèliés, con los palíndromos y las trayectorias incomprensibles de los proyectiles en «Tenet», de Christopher Nolan, el no menos extraordinario peregrinaje del espectador de películas en estos ciento veinticinco años podría resolverse también con la sugerencia de una elipsis que recuerda a aquella del mono de Kubrick en «2001», cuando lanza el hueso al aire y se transforma en una nave espacial: la de un hombre que lanza al aire su sombrero de copa a la salida de un Nickelodeon y, entre giros y piruetas, se convierte en una gorra de visera Nike sobre la cabeza de un tipo ante su iPad.
Aquel viejo cinéfilo, el de sala, sesión de filmoteca o programa doble y hasta triple, lo que tenía en su mano era un peine para peinar la cartelera y elegir entre lo que «echaban»; el cinéfilo actual no tiene un peine, sino un mando a distancia para programarse y ver a su antojo cualquier película que se haya hecho en el mundo, el de antes y el de ahora. La ventaja del viejo cinéfilo en este sentido es que también puede ser un cinéfilo actual, y agenciarse un mando a distancia a la altura de sus posibilidades, que son infinitas. ¿Hablar, discutir, polemizar de cine?, por supuesto, pero no en los viejos Cineclub, sino en su blog o en los otros muchos millones de blog que flotan en el océano cinematográfico.
Como arte popular, el cine encontró desde sus comienzos una conexión directa con la audiencia, y la sorpresa y la novedad se vieron rápidamente acompañadas por su capacidad y diversidad narrativa y la explosión de un lenguaje propio, además de por crear un universo lleno de estrellas que irradiaban un efecto hipnótico que seducía a millones de espectadores…, ofrecían aquello que Garci ha definido en varias ocasiones como «una vida de repuesto». Una luz y una fascinación que aún nos deslumbra a pesar de que muchas de aquellas estrellas hace tiempo que desaparecieron. La «inmortalidad» de las estrellas del cine es el talón en blanco y firmado por la cinefilia.
El albergue y el amparo del cinéfilo fueron los cineclubs, que nacieron pronto, en la segunda década del pasado siglo, y el primero en España, dirigido por Ernesto Giménez Caballero y Luis Buñuel, en 1928. La necesidad de ver y de hablar de las películas, la mitología que creó Hollywood, el carácter casi divino de sus actores y, más tarde, de la personalidad de sus directores, la aparición de analistas, historiadores, críticos, de las vanguardias, de la Nouvelle Vague… en fin, que lo que nació como un novedoso y extraordinario espectáculo se ha convertido en cultura cinematográfica. Una cultura vasta, dispar, inmensa, que igual nos ha enseñado a mirar el mundo con ojos críticos que a apoyarnos en las barras de los bares y pedir un trago.
Ir o no ir al cine
La cuestión es, y puesto que el cine es imperecedero, saber qué quedará de él en los próximos años, qué quedará de su esencia y de aquel ejercicio saludable de «ir al cine». Aunque se llevaba ya algún tiempo observando la lenta agonía de las salas grandes y pequeñas (o de ese sector crucial en su historia que es el de la exhibición tradicional), estos larguísimos meses de pandemia y de clausura han recrudecido y afinado una sensación peligrosa para ellas, pues su gran público, su tozudo cinéfilo de sala, ha tenido tiempo de afianzarse en la discutible idea de que «ir al cine» no es imprescindible para ver películas. ¿Lo es, no lo es?..., probablemente, la respuesta a esta pregunta será, al menos por algún tiempo, la indumentaria que distinga a las dos subespecies de cinéfilo fetén, más que las gafas de pasta, el periódico en el sobaquillo o una conversación sobre McLuhan en la cola de un cine detrás de Woody Allen.