Mismos problemas
en esa ciudad entre el 6 y el 8 de febrero de 1981, mostró el aspecto más sombrío de la partitocracia que ya se estaba fraguando en España. Como escribe Ortega y Diaz-Ambrona en sus memorias: «En tales congresos aparece descarnada la lucha por el poder en el partido o sobre el partido con fintas y disimulos. Es una competición cruda bajo el velo de un relato para consumo externo. El congreso de Palma, el segundo de UCD, no fue una excepción». Y desde luego que no lo fue. Suárez ya había dimitido, el congreso hubo que retrasarlo por una huelga de controladores y, al final, después de muchas luchas intestinas entre los diferentes «barones», se aceptó la candidatura de Leopoldo Calvo Sotelo como candidato a la presidencia del Gobierno.
A todo esto, la Iglesia había iniciado una campaña de deslegitimación del Gobierno, apoyada por algunos sectores de la democracia cristiana de dentro de la propia UCD, por el planteamiento de una ley de divorcio que hubo que dejar aparcada para mejor ocasión. La situación de Suárez –un hombre de arraigada fe católica– era muy difícil por no decir insostenible. Parecía increíble que habiendo ganado unas elecciones y superado una moción de censura se viera atacado por tantos flancos y, sobre todo, desde su propio partido o por la Iglesia. Así que, después de meditarlo concienzudamente, presentó su irrevocable dimisión al Rey.
Desde la atalaya de los cuarenta años transcurridos nos preguntamos: pero ¿por qué se fue Suárez realmente? La respuesta que entonces hubiéramos dado era obvia: no se podía continuar por la senda trazada y había que dar, como con contundencia lo verbalizó Tarradellas, un golpe de timón; y estaba claro que ese cambio de rumbo no lo podía capitanear el propio Suárez. Sin embargo, ahora nos resulta extraña esa dimisión y que no fuera capaz de enderezar ese timón. Supongo que el cansancio fue el factor determinante para presentar esa dimisión. En su comparecencia televisiva explicando las razones por las que se marchaba creo que se encuentran las claves ocultas que le condujeron a ello. Dijo que no se iba ni «por cansancio» ni «por haber sufrido un revés superior a su capacidad de encaje». O sea que se fue, principalmente, por esas dos causas. Intentó también, con su dimisión, dar a la clase política española una lección de ética que solo se le reconoció cuando, unos días más tarde, aguantó sentado y sin pestañear a unas hordas de espontáneos militares que asaltaron a punta de pistola y de metralleta el Congreso de los Diputados.
Ese infausto día, el 23 de febrero, en
La portada de ABC del 30 de enero daba en la diana de la que parece el principal causa de su dimisión: el cisma en la UCD. En la imagen superior, dialogando con Herrero de Miñon, portavoz parlamentario
el que unos guardias civiles, muchos de ellos engañados, y una trama civil de falangistas irredentos asaltó el Congreso, Suárez se convirtió en el icono político y moral tal y como hoy le conocemos. Eduardo Navarro, que tan bien le conocía escribe: «A finales de noviembre (1980) la imagen de Adolfo Suárez ha alcanzado su máximo nivel de deterioro. De príncipe azul de la democracia –como, con cierta cursilería, se le había presentado en los años 76 y 77– había pasado a ser visto como el faraón de La Moncloa, ensimismado, solitario, arbitrario e interesado sólo por su permanencia en el poder. Se le veía capaz de lo peor con tal de mantenerse como presidente del Gobierno. El primer sorprendido
Las cuestiones que no pudieron consensuarse entonces siguen sin tener una solución cuarenta años más tarde de esa transmutación de su propia imagen era el señor Suárez, que no se reconocía en ella y no se explicaba cómo se había llegado a ella».
Hoy la política es muy distinta de la de entonces, pero no menos cainita. Los insultos, ahora quizás son más hirientes, pero de parecida gravedad a los que le propinaron a Suárez, desde todos los ámbitos de la política y de los grupos sociales, en aquellos amargos días. Hubo un momento en el que parecía que todos abominaban del presidente Suárez. Lo curioso es que aquellos problemas que entonces se solucionaron, son los que ahora son admitidos sin discusión: la economía de mercado, la estabilidad de las pensiones, el sistema democrático, el prestigio (aunque algunos irresponsables se empeñen en torpedearlas) de las instituciones y, la Constitución de 1978, en suma. Y todas aquellas cuestiones que no pudieron consensuarse entonces son las que hoy, cuarenta años después, permanecen sin solucionarse: la organización territorial de España en la que las «nacionalidades», llamadas así constitucionalmente, tengan un encaje cómodo en el Estado; la educación para que sea uniforme en todo el territorio nacional y posibilite la igualdad de oportunidades; la organización de los partidos políticos; y un sistema de financiación y de tributación autonómica igual para todos los españoles, para que no padezcamos los desequilibrios que ahora soportamos.
Suárez escribía poco. Notas a lo sumo. Entre su hija Mariam y Eduardo Navarro articularon el esqueleto de lo que debían ser sus memorias. A mí todo ese archivo me lo legó el propio Eduardo y yo las deposité en el Archivo General de la Universidad de Navarra. Ahí están abiertas para consulta de los estudiosos, como lo hizo, aún entonces en el archivo de mi despacho de la calle Almagro, el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, Juan Francisco Fuentes, en su imprescindible biografía sobre Adolfo Suárez (Planeta, 2011). Suárez reposa ya junto a su mujer, Amparo, en el atrio de la catedral de Ávila. Mariam murió antes que su padre y Eduardo también falleció poco después. Su nieta, Alejandra Romero Suárez, hija de Mariam, es la actual duquesa. Y el hijo mayor del expresidente del Gobierno, Adolfo Suárez Illana, es hoy secretario del Congreso de los Diputados, cargo que ostenta con gran dignidad y discreción. Y el legado que nos dejó Suárez, es hoy recordado –y añorado– por todos los españoles.