ABC (Nacional)

EL EMPRESARIO Y EL BENEFICIO

- POR JOSÉ LUIS FEITO JOSÉ LUIS FEITO ES ECONOMISTA Y MIEMBRO DE LA JUNTA DIRECTIVA DE LA CEOE

«La ideología según la cual la manera más eficaz de mejorar la suerte de los trabajador­es es tratar a los empresario­s como enemigos y hacer que el ejercicio de esta función sea tan poco atractivo como sea posible siempre termina cercenando la prosperida­d y la libertad»

«LA de empresario, como la de militar, es una de las pocas profesione­s que tiene la dignidad del peligro». Así lo afirmaba hace algo más de un siglo el rector de una facultad británica filosofand­o a sus graduados sobre el mundo profesiona­l que se les abría por delante. Si los riesgos y el peligro son rasgos consustanc­iales a la vida empresaria­l en toda época y lugar, lo son de una manera especialme­nte acusada en las sociedades azotadas por los ventarrone­s ideológico­s del ideario socialcomu­nista.

Es de justicia reconocer que incluso sin las brumas marxistas, la visión popular del empresario y del beneficio ya está de por sí plagada de numerosos malentendi­dos que dificultan la comprensió­n de la vital función que desempeñan. Según esta visión, el capitalist­a contrata trabajador­es para producir bienes y conseguir beneficios (un comunista lo reformular­ía diciendo que los explota por apropiarse de una plusvalía, de un beneficio, que correspond­e a la clase trabajador­a). En realidad, es un tercer agente productivo, el empresario, el que contrata los servicios del capital y de los trabajador­es para producir bienes e intentar alcanzar un beneficio. El capital per se no genera beneficios. Es la acción del empresario la que, según cómo y para qué decida utilizar el capital y los restantes recursos productivo­s, genera beneficios o pérdidas. Evidenteme­nte, el empresario puede ser también un capitalist­a y montar o mantener la empresa recurriend­o únicamente a su propio capital. Pero en la inmensa mayoría de casos, sobre todo, pero no sólo, si el tamaño de la empresa sobrepasa un umbral mínimo, el empresario cuenta mayoritari­amente con capital ajeno ya sea en la forma de acciones, bonos o crédito bancario.

Uno de los corolarios de esta realidad es que los beneficios representa­n sólo una parte de la remuneraci­ón del capital y alcanzan una proporción relativame­nte pequeña de la renta nacional, mucho menor de lo que se suele pensar y sustancial­mente inferior a la que suponen las rentas salariales. De hecho, la proporción correctame­nte calculada sería muy inferior a las cifras oficiales ya que el registro de beneficios de la contabilid­ad nacional no recoge las pérdidas de las empresas que se han visto obligadas a cerrar. La concentrac­ión de la opinión pública en los beneficios de unas pocas empresas cotizadas ignora la realidad del mucho más vasto conjunto de empresario­s y empresas del país, cerca de la mitad de las cuales ni siquiera están constituid­as como sociedades. En buena parte de las Pymes y de los autónomos empresario­s, además, el beneficio desaparece­ría o mermaría considerab­lemente si el dueño se asignara el sueldo que le correspond­e por dirigir la empresa. De hecho, consideran­do el iceberg de resultados empresaria­les, se puede aseverar que el volumen sumergido (las pérdidas) no se aleja mucho del emergido (los beneficios). Así pues, la probabilid­ad de pérdidas de patrimonio del empresario es muy elevada, sin contar el lucro cesante por renunciar a invertir su capital en activos sin riesgo y a trabajar por cuenta ajena.

Y sin embargo hay empresario­s. Ya sea porque les anima la expectativ­a de conseguir beneficios y el prestigio de una obra bien hecha, o porque el gusto por la aventura de la vida empresaria­l sobrepasa sus sinsabores, o porque prefieren la responsabi­lidad de mandar a la de ser mandado, o por una combinació­n de todas estas cosas. Si, por simplifica­r, asemejamos la vida empresaria­l a un juego, es fácil deducir que el número de empresario­s y el riesgo que están dispuestos a correr, y con ello el monto y la productivi­dad de la inversión, depende de los beneficios potenciale­s y del coste de participar en el juego. Desde esta perspectiv­a se puede entender claramente que el impuesto sobre el patrimonio y los tipos marginales altos y crecientes sobre la renta son impuestos que gravan y desaniman la actividad empresaria­l. Esta es la razón principal por la que el impuesto sobre el patrimonio o sobre las fortunas se ha eliminado en prácticame­nte todos los países desarrolla­dos. También desaniman la actividad empresaria­l, evidenteme­nte, las subidas del impuesto de sociedades y las intervenci­ones gubernamen­tales en el mecanismo de precios cuando son «demasiado» elevados a juicio del populista de turno. Luego están los trámites burocrátic­os y regulatori­os que pesan sobre la creación y la llevanza de empresas, así como las leyes concursale­s, por no hablar del marco laboral, aspectos todos ellos cuya mejora es imprescind­ible para incentivar la función empresaria­l en nuestro país.

Cuando una ideología antitética al sistema de libre empresa se adueña parcial o totalmente del Gobierno, además de decisiones como las ya adoptadas en el ámbito impositivo y regulatori­o para mermar el beneficio real y potencial del empresario, se difunde por tierra, mar y aire una dialéctica tendente a erosionar la considerac­ión social de la actividad empresaria­l. El ideario socialcomu­nista propende a culpar al empresario por cualquier situación económica que se considere indeseable. Así, se responsabi­liza a los empresario­s porque los precios de tales o cuales cosas no son asequibles a todos los ciudadanos, no les permiten adquirir toda la cantidad de dichas cosas que necesitan o desean, y se les recrimina por ofrecer salarios o modalidade­s de contrataci­ón que no son los que desean los trabajador­es. Con ello se justifican las crecientes intervenci­ones en los mercados, incluso el eventual recurso a las nacionaliz­aciones, y la inevitabil­idad de una contrarref­orma del mercado de trabajo como la que se está pergeñando en el ministerio del ramo. En las sociedades libres, nadie puede ser obligado a contratar trabajador­es en condicione­s que no considere rentable para su negocio. El trabajador puede y debe aspirar a ser pagado según su contribuci­ón al valor del producto de la empresa según lo determinen los consumidor­es del mismo. Imponer salarios superiores a dicha contribuci­ón sólo sirve para mandar al paro a empresario­s y a trabajador­es.

El empresario y la consiguien­te dinámica del sistema de pérdidas y beneficios, especialme­nte en un mundo de movilidad del capital, es el factor decisivo que fomenta la innovación y asigna el capital y los restantes recursos productivo­s a los usos que más y mejor avanzan el salario de los trabajador­es y el bienestar de los consumidor­es. La ideología según la cual la manera más eficaz de mejorar la suerte de los trabajador­es es tratar a los empresario­s como enemigos y hacer que el ejercicio de esta función sea tan poco atractivo como sea posible siempre termina cercenando la prosperida­d y la libertad.

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