Un gigante llamado Alberto
Massimo Vigneli, neoyorquino de Milán y autor de la imagen del Metro de Nueva York, fue Jurado de los premios Nacionales de España en su segunda edición. Le enseñaron un dossier de alguien, desconocido para él, y después de examinarlo atentamente, exclamó: «Esto no es un diseñador ¡Esto es un gigante!»
Era Alberto Corazón, que obtenía así el premio Nacional de Diseño en 1989. Y tenía razón Massimo Vigneli. Alberto era un gigante del Diseño y lo seguirá siendo si nuestra memoria y la historia le hacen la justicia que las dimensiones de su trabajo merecen.
Ha diseñado magníficas cubiertas de libros, en su editorial, Alberto Corazón editor, o las de Visor Poesía, entre otras muchas. Es autor de carteles memorables como los del Teatro Clásico o los del Festival de Otoño de Madrid.
Sus marcas y logos juegan un papel protagonista en nuestra vida cotidiana: Cercanías, Anaya, ONCE, Paradores Nacionales, Biblioteca Nacional, Comunidad de La Rioja, etc. Su trabajo ha ayudado notablemente a cambiar la imagen de la España que salió de la dictadura necesitada de cambios. No valía una mano de pintura, necesitábamos un cambio radical pero sereno.
Alberto Corazón ayudó a realizar ese cambio: empresas, instituciones, iniciativas culturales, publicaciones y libros… Un trabajo que consistía más en idear el futuro de las cosas que en cambiar su imagen. Eran necesarias las herramientas del diseñador pero manejadas desde un alma de artista visionario o un economista pragmático. Alberto tenía los dos ingredientes; por eso, durante casi dos décadas, ese desafío le convirtió en gigante.
Cuando empecé a descubrir lo que significaba esta hermosa profesión del diseño, mis compañeros en un estudio de gráfica publicitaria me empezaron a llamar con sorna ‘Manolo Corazón’. Años más tarde Alberto se reía cuando se lo contaba.
Él ha sido un modelo y un referente para nuestro diseño y para muchos de nosotros. Ayer, rodeado de su mujer, Ana, y de sus hijos, Baruc, Oyer y Alberto, nos dejó huérfanos.
Le recordaremos al enfrentarnos al papel en blanco y a la pantalla vacía durante mucho, mucho tiempo.